miércoles, 23 de enero de 2013

WasteLand


Con permiso. Soy viejo y tengo derecho a derrochar mi vida.
¿Cuándo es que nos convertimos en lo que somos? ¿Cuándo es que los brazos y piernas dejaron de funcionar a voluntad?
Es viejo y piensa que tiene derecho a derrochar su vida. Con permiso.
Una hilera de sillas de ruedas despilfarra su futuro. 

Ceguera

Al ir quedando ciego, mi vista se agudiza. Puedo ver incluso los detalles más nimios. Lo insignificante, falto de visibilidad, reina. El borde disparejo de la mesa rompe la simetría. La mancha en el azulejo del baño, que siempre me pareció un dinosaurio y un alce. La orilla espiral de la libreta. La sombra que proyecta el librero en la pared. Los detalles vuelven a mí, al ir quedando ciego. Mis ojos, antes coloridos, hoy se nublan de memoria. La memoria es todo menos estática: el pasado es un animal salvaje que suele cazar en la selva del presente. Acaso por ello, en mí, día a día, encuentro las imágenes carroñeadas del pasado, restos sin carne pero que de la misma manera todo lo contaminan. Me voy quedando ciego pero no puedo dejar de ver. La imagen de mi madre que suspira mientras me carga en sus brazos y me acerca a su pecho. La banca forrada de azul en la esquina del salón de clases cuando suena el timbre para salir al recreo. El grito de mi hermano cuando vio un cadáver por primera vez, sin maquillaje. Una niña en la calle que trata de no pisar su sombra al avanzar, cuando se dirige al hoyo de la construcción. Imágenes, sólo imágenes. El pensamiento es un flujo acelerado de imágenes y sensaciones. En estas imágenes no hay acción. Es estática lo que en ellas brota. Porque sólo recuerdo los detalles, la insignificancia en las imágenes: el forro azul, el cadáver acartonado sin maquillaje, la sombra de la niña, el suspiro. Poco importa en qué narrativa, en qué relato acuden estas imágenes. La visión es engañosa, en todas sus personas de la conjugación. Yo veo, él ve, ella ve, tú ves, nosotros vemos, ellos ven. Pero, ¿qué vemos en verdad? ¿Acaso es posible ver el amor, el deseo, el dolor o la pasión? ¿Puedo ver el silencio, los vacíos? Al ir quedando ciego, mi vista se agudiza. La desesperación que sientes, la veo. Tu distracción mientras leo estas líneas, la veo. Tu silencio incontenible, lo veo. Mi vista se agudiza a medida que la memoria se transforma en una criatura despiadada cuyos rasgos yo puedo delimitar y domar. Recuerdo todos los hombres que nunca fui y veo los detalles que no presencié. Poco más, pues mis ojos no soportan ya el desierto de un futuro sin imágenes, vacío.

miércoles, 18 de julio de 2012

Paquetitos

“paquetitos, sí, todas las viejas hacen paquetitos y los guardan debajo de sus camas”.

Ese afán. Envolver y guardar en sedas de papel de baño el muñequito de la rosca de reyes. Blanco y deforme. Y nunca pagó los tamales. Ese miedo. La búsqueda eterna de una envoltura capaz de contener lo suficiente. Contenerlo todo. Las viejas huelen a un regalo relegado en el fondo del armario. Carcomido por los años sin ser desenfundado. Quizá así acabaré. Sin olor a vida, sudor en los poros. Así. Guardando y resguardando en paquetitos todo lo que fue algo, esperando que el devenir una el pasado y el futuro en uno. En una. En este estuche que se va pudriendo. Ya nadie se atreve a abrir y desempolvarme. Verme entre el paquete. Rota.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Cuerpos

Un hombre. Lo que la cabeza no me permite. El puro goce no existe. Siempre hay algo que se entromete. Más y menos de lo necesario. Nunca lo justo. Él duerme, plácidamente. Yo, en mi propio territorio, no puedo estar tan cómoda como él en uno ajeno.

viernes, 28 de octubre de 2011

Fantasmas borrosos

La noche me toma por sorpresa. Aquí acabo. Un ruido me sorprende: volteo. No es nada. Me sorprendo hablando con los demás de alguien que no me queda claro si tiene consistencia o no, si puede ser visto por todos o no, si es un fantasma o es mi fantasma. ¿Cómo encuadrar?, ¿desde dónde?

Una mujer. Fotografía borrosa. Sostiene una máquina de escribir sobre la pierna que cruza sobre la otra. Un horizonte borroso. Sentada sobre un muro de piedras que se sostiene solamente por su propio ordenamiento: no hay pegamento. Una hoja a punto de salir de la máquina.

Cada hora, cada momento. El reloj en mano, minuto a minuto, pero esta curiosa perfección mecánica que debería.

Hombre y mujer. En medio de la calle. Ambos cargan un ramo de flores blancas. Él con su mano izquierda, ella con la derecha. Están al borde de la muerte y sonríen. ¿Funciona, todavía, el artificio?

Aún eres un punto de referencia en mi mapa.



domingo, 10 de julio de 2011

Lento

La expectativa, una vez más.
La preparación delicada. La delicada preparación. Cada preparación.
Hay noches en las que mis pensamientos necesitan subtitularse.
Cansada de estar cansada. Una vez más. Y las palabras que no deciden brotar de mis yemas ni tienen ganas de escapar de las circunvoluciones. Ya viene en camino el escape. Pero uno nunca escapa a su propia circunstancia: es nuestro sino cargar con el propio peso, con los propios fantasmas. Como el jorobadito o las hortensias. La delicada preparación de la huida. Una vez más.

domingo, 26 de junio de 2011

Fin de análisis


 Hace algunos meses leí un testimonio de “un pase” psicoanalítico de una mujer, escritora, que sale de análisis y vuelve tras un tiempo, por las circunstancias de la vida. El libro se llama Un final feliz, pero en realidad es tristísimo: ella muere de cáncer y deja esas páginas como testigo de su agonía final, pero también de su verdadera tranquilidad, en medio de todo aquello. Hay muchas historias de fin de análisis y el mismo Lacan nunca se decidió realmente en torno a cuál es el momento preciso: ¿atravesar el fantasma?; en una fórmula más freudiana, ¿llegar al núcleo traumático, que en realidad está vacío?; ¿escribir la barra en el gran Otro?; ¿cambiar de punto de acolchado a un significante menos “tonto” que pueda articular la estructura de otra manera?... Modos los hay, aunque ambas manos pueden bastar para contarlos. Lo cierto es que un análisis difícilmente llega a su fin necesario y generalmente se acaba de manera contingente.

Así, gracias a las contingencias de la vida, mi análisis está por acabar. Aunque no cese de no escribirse, intentaré acercarme a aquello que ha sido decisivo, sin llegar a ningún “núcleo” y más bien bordeando los agujeros que siempre se jugaron y seguramente se seguirán jugando.

Al parecer un poco más temprano. Porque el cielo clarea y el ánimo decae. Me lo han dicho. Me lo han dicho tantas veces que comienzo a no creerlo. Embusteros. Y sí, parada fuera de su puerta, esperando su singular taconeo: decidido. El sonido de las llaves, la puerta que roza ligeramente al abrirse. Su repliegue para que pase, su apenas perceptible flexión de rodillas justo cuando camino frente a ella, mientras detiene la puerta. Siempre detiene la puerta. Y cuando hay viento y yo sostengo la otra, siempre me espera un gracias. Mi subir primero las escaleras, siempre preguntándome ¿qué verá detrás? De nuevo, sus pasos decididos. Mi espera frente a la puerta, unos instantes, luego lo que concede: adelante. No me atrevo a pasar sin antes obtener ese permiso, aduana necesaria del cruce de umbrales. Una especie de advertencia como la que Dante lee al ser conducido por Virgilio al infierno: quien entre aquí, pierda toda esperanza. Algo así, con un acento más marcado. Cuelga las llaves. El difícil tránsito intermedio acaba, pero apenas comienza el siguiente. Cerrar la puerta, muchas veces enciende la luz y cierra o abre la cortina, siempre a mi espalda. Justo ahí, el objeto, el llamado “dispositivo” que de disposición no tiene nada: el diván. Su silla de alambres con algún cojín. Siempre la caja de pañuelos en el suelo, que suelo mover, valga el equívoco, un poco más atrás. Y el reloj recargado en el diván, como si las manecillas mecieran el tiempo que se pasa sobre él: lento, espeso. El tiempo espeso, el tiempo es peso. El movimiento incesante de las tiras de plástico que parecen corretearse y se dan una tregua cuando entran en contacto con el metal del diván, midiendo las respiraciones y los suspiros de quien ahí se atreve a acostarse, rindiéndose, o, en menor medida, de quien ahí se sienta, cobardemente, sin rendirse jamás. Valga la mención, yo me he acostado dos veces y nunca más lo logré: es uno de mis sueños y pensamientos recurrentes, ¿cómo sería acostarse en el diván, en ese diván? No lo sé, pero sé que implicaría, al menos, rendirme a las reglas del juego, perder el poco control que me queda sobre ese espacio, que me ha sido hurtado por las manecillas y por ella. Claro, la deuda es impagable: no hay modo de que quede saldada, soldada esta historia.

Así comienza siempre, aunque no siempre ha comenzado así. Otros momentos hubo. Días en los que el silencio era el común denominador. No es que ahora lo sea menos, pero se ha vuelvo en una instancia distinta. Antes era la guerra, una guerra campal: ella en silencio absoluto, yo en silencio absoluto. Los ruidos del exterior, miradas, suposiciones, poco más. No sé en qué momento cambió, comenzó. Pero así los momentos que hubo no son más, aunque vuelven como reflujo del mar intoxicado, siempre con la noche del fantasma. No el figurado.

Tanto podría decir ahora, toda la marejada de recuerdos, materializados, que vienen a mis dedos que teclean podrían escribirse, teóricamente. Me quedo con algunos, intentando aislar los otros.

Ella lee. Yo no quiero que lea. Mis planes siempre se ven cortados, coartados. Como si alguna vez fuera de verdad a llevar al acto algo de lo que planeo en ese espacio: nunca ha podido ser. Poco a poco, mientras escucho la textura de su voz, me voy perdiendo en remolinos de imágenes. Si pudieran ser descritas, el lenguaje se agotaría en verdad. Lo cierto es que dejo de escuchar lo que ella lee, con su peculiar entonación: a veces suave, a veces melodiosa, pero siempre decidida y en contrapunto. Las figuras del tapete comienzan a surgir. Hay una recurrente: el rostro de Eduardo Lalo, escritor puertorriqueño que admiro y a quien conocí en Córdoba, Argentina. Sin razón, su rostro está plasmado ahí, con sus lentes totalmente circulares, él de perfil y sin cabello. Las resquebrajaduras de la pared son otros de los recovecos que me gusta llenar y repasar mentalmente. Dar vueltas siempre: nunca completar las figuras, siempre derivar (derribar) en algo distinto y distante. Y ella lo sabe, no por nada es el SSS, así llamado… cualquier similitud con la SS del nacionalsocialismo es mera coincidencia. Porque lo que no cesa de no escribirse es lo más supuesto del sujeto que en realidad no tiene nada de sabido.

Otra escena. Creo que hablo aunque no sé si las palabras salen de mis labios, si mi lengua está friccionando contra el paladar para producir sonido, fonemas que saldrían de mis cuerdas. Yo hablaría. En pospretérito. Sobre un asunto cotidiano, por ejemplo, lo insoportables que me resultarían mis compañeros de clase en una clase insoportable con un maestro insoportable. Sin puntuación: el aliento lo dan otros signos. Y ella respondería con alguna pregunta, enigmática o simplísima, pero en todo caso inesperada y la mayoría de las veces incómoda o realmente idiota. Contestaría, no sin pensarlo dos veces: hay lugares en los que las palabras son las cosas y pueden saltar para cegarme. Eso es si es que la ceguera no fuera un asunto inmanente… ¿o la sodera? Acaso Borges presagiaba su ceguera en el aleph.

Hay días con lágrimas apenas vislumbradas, días en los que las imágenes saturan. Ella está ahí. Miro de reojo mientras me atraviesa con la mirada, traviesa a través. Poco más que decir en este asunto. Quizá sobra decir que a veces el abrazo final es un sostén, una posibilidad de mantener la coherencia de los fragmentos.
Una frase de mi cuaderno blanco de citas, un apartado con su nombre: “Es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, lo indica la propia palabra, a nuestras espaldas, como en inglés también, to back, alguien que acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos, y a veces, incluso, ese alguien nos pone una mano en el hombro con la que nos apacigua y también nos sujeta” (JM, Corazón tan blanco).

Nadie veía cómo el silencio asume la forma del silencio. En ese espacio, testigos las dos del silencio encarnado. Interrumpido por el canto de los pájaros, una cercana lavadora, las discusiones vecinas, pasos sobre la madera, el camión del gas, el claxon de algún desprevenido. Una violación al silencio perpetuo, repetida. Nada que decir. Nada que decir, de verdad. Hoy no hay nada que decir. Hoy no tengo nada que decir. De verdad que hoy no hay nada que decir. Nadie veía cómo el silencio asume la forma de la imposibilidad de guardar silencio.

El tiempo no transcurre. Se ha convertido en piedra tragándose los títulos de los libros, las plantas, la molesta colorida cajonera, el ganchito que sostiene apenas la puerta cerrada, el cuadro de Kandinsky. Verla de frente es casi imposible. Hay algo en ella, pero sé bien que eso es lo que produce la transferencia, y en realidad no hay nada. Como he llegado a vislumbrar: nada especial, nada trascendental. Un ser humano, en toda su dimensión. Si se tropezara de las escaleras, no sabría cómo sostenerla. Me temo que caería también.

A veces, ella habla. Me cuenta alguna anécdota, me recomienda lugares, me dirige en un contingente avatar citadino. Alguna vez me ha repetido el mismo relato con el punto de referencia, el protagonista de la narración, modificado. Retrasar. Re-trazar. La lógica de la contradicción. ¿Cómo puede haber una diferencia en la repetición? La hay, se re-traza al decirse. Detiene la cadena significante ahí. Ahí. Meras conjeturas: como si.

Dice ser el Sancho de un Quijote. La metáfora funciona días sí, días no. El Quijote le prometía a Sancho ser gobernador de las islas que conquistara. El escudero sabía que no hay islas que conquistar, pero el Quijote tendría que darse cuenta, dar se cuenta, que él mismo es una historia de ficción encontrada en un manuscrito de Cide Hamete Benengueli, mise en abyme.

Acabo de escribir estas líneas una hora después de empezarlas, casi media noche del domingo. No borraré nada porque no hay nada que borrar. El tiempo se encargará de acabarse por sí solo. Aquí la dejamos.

¿Casi seis años? Esta narración todavía no se acaba. Aún. Seminario 20. Aún. Unas sesiones más, unas con-cesiones más. Único axioma: no sustraigo la última sustracción. ¿Che vuoi? Una pregunta y un punto… y seguido.


domingo, 19 de junio de 2011

Luz


Hoy es el cumpleaños de mi mejor amiga, Luz. Ella no sabe que así la considero ni leerá estas líneas. Así que puedo revelar sin más su edad de hoy, sesenta. Nuestra historia ha sido aquella de encuentros y desencuentros. Desencuentros cuando tenía que haber un encuentro. Encuentros cuando el Atlántico nos separa y la virtualidad de las palabras nos da ocasión de encontrarnos. Un día, eso es seguro, publicaré un libro con nuestros intercambios: insomnes míos, madrugadores suyos, pero siempre con una agudeza especial (a veces de especial aquelarre). Con ella las palabras se me deslizan como mantequilla: se me suelta la mano, para decir el equivalente. Su nombre es significativo de su vocación. Ella es Luz, una luciérnaga que cintila a mi alrededor en las noches más tristes pero también en las más alegres. Con quien sueño tan seguido, pero a quien tan frecuentemente revelo lo que realmente pienso, aunque sea tras la máscara más perfecta: las palabras. La blancura de esta madrugada me permite desliar mis palabras, deslizarlas pensando en ella. Qué cosa extraña es la amistad...

domingo, 12 de junio de 2011

Noche


Fotografía de Joseph Sudek, "Night Walk".

La noche que reniega de sí misma, aún atada a la luz artificial. En la niebla, la visibilidad limitada. No puedo ver más allá. El "más allá" en realidad un gran vacío.

lunes, 6 de junio de 2011

La vida triestina de David Miklos, reseña

En vista de que esta reseña tardará mucho en ser publicada, la adjunto acá para mis pocos lectores.

Dar en el blanco: La vida triestina de David Miklos

En el Canto IV de la Iliada, el mejor arquero troyano, Pándaro, dispara una flecha directamente hacia el hombro descubierto de Menelao para asesinarlo, lo que podría haber evitado una larga guerra. Pero, como es frecuente en la Iliada, una intervención divina, Atenea en este caso, desvía la flecha. Este desvío de lo que debería de haber sucedido constituye en sí un acontecimiento. Ciertamente, la trayectoria de la flecha sufre un esguince, pero ese mismo corte implica tomar en cuenta no lo que es, sino lo que no ha sido. Para decirlo en la fórmula de Clément Rosset, lo real no advenido es fantasmático y manifiesta la inconsistencia misma de ese otro real (el fallo del tiro), que se pone en duda. Es por ello que la flecha de Pándaro acaba por dar en el blanco gracias a su desacierto: insiste sobre lo que no es, evoca la eventualidad de lo que no ha tenido lugar y logra llamar la atención sobre lo que efectivamente sucedió, forzando así la mirada en dirección de un cuestionamiento de, valga la redundancia, la realidad de lo real y la verdad de lo verdadero. Lo que no da en el blanco, lo que pudo haber sucedido tiene efectuaciones en la realidad. Esta desviación que muestra lo real en lo que no ocurre es justamente lo que se opera en el nuevo libro de relatos de David Miklos, La vida triestina.
Un mujer enferma de no-memoria, o acaso de esa lucidez extrema de padecer el pasado, anclada a la última pregunta, “¿es ése es el barco que nos llevará a América?”; los gestos evasivos de las mujeres en el transporte público de la ciudad lluviosa; la vida cotidiana de un observador de gestos que clasifica y narra los cruces e intersecciones y nunca los caminos; una piedra romana en medio de un parque de Budapest que reza un enigma, “FVIT”; la búsqueda de esa piedra angular de la memoria en el blanco palacio de Miramar, Trieste. Ahí, en el puerto al que siempre parece estar volviendo la narrativa de David Miklos, un diario se desarma y se escribe. La serie de relatos que componen el libro se anudan mediante vasos comunicantes, motivos que se repiten y difieren o que reaparecen conforme los vacíos de la narración regresan al presente desde el que se enuncia. Lo que encadena las andanzas viajeras y unifica las miradas es el narrador, entidad fragmentada que busca ocupar su lugar no sólo en las distintas ciudades, sino en su desordenada memoria narrada.
“¿Quién fue, quién habrá sido, quién no era más?” Lo que se deshace con el tiempo se reconstruye como un recuerdo arruinado que perpetuamente se desvanece. La pregunta abre una posibilidad: “¿por qué decidirse por la permanencia, por lo abrazable, y no por aquello que, inasible huye?” Lo que sorprende en La vida triestina no es la historia, lo que se narra, sino precisamente, la manera en que Miklos potencia el uso del espectro de la virtualidad, que cimienta relatos intensos y acertados y, acaso, tocan las cuerdas más agudas del lector. Con una prosa puntual, concisa y breve que busca le mot juste -la palabra justa- desde su musicalidad, ritmo y cadencia, los relatos depuran el lenguaje hasta sus consecuencias últimas. El autor pone en marcha el redoblamiento del significante: “Así las cosas, había que olvidarse del gato, sepultar al hombre del automóvil, dejarlos desaparecer o encontrar su sitio en la memoria, volverse recuerdos, introducirlos en una bolsa negra, luego en una caja, llevarlos al incinerador, no reclamar las cenias, tampoco entregarle la urna, aún tibia, a transeúnte alguno, salir a la superficie, no perderse en la boca del subterráneo ni sumarse a la multitud”. El redoblamiento de la falta. La doble ausencia provoca una presencia material, narrable. El comienzo, que es también recomienzo, despliega motivos ya presentes en la anterior trilogía de novelas entrañables (La piel muerta, La gente extraña y La hermana falsa, publicadas en Tusquets). La vida triestina viene a desplazar la mirada sobre episodios antes esbozados en las novelas o a abrir más dudas sobre ellos, llevando al límite lo que ya se perfilaba en la obra anterior del autor, alcanzando una línea de lenguaje aún más frágil, fina y trabajada.
Para el lector que se aventura en la narrativa de Miklos La vida triestina puede ser un gran comienzo. Y, para quienes ya han seguido la lectura de otras de sus obras, la serie de relatos resulta en un libro fundamental en el que parecen abrirse nuevas interrogantes sobre anécdotas ya conocidas o en donde largas citas o epígrafes descolocados (es el caso de los relatos antes publicados “22” y “Las vacas flacas”) se insertan al fin en un contexto más amplio y las cuerdas del violín finalmente se apropian de otro nombre concreto, repito, redoblando la significación de los elementos.
Los viajes son también viajes en la memoria. Y siempre frente al mar, el punto donde lo ajeno se vuelve propio y lo propio ajeno, se intercambian cuadernos, historias posibles. Ya sea en Londres, Budapest, Miramar o Rosa de los Vientos, lo que sobresale son las impresiones fugaces que el autor captura mediante la palabra, mientras el tiempo se detiene. Sólo entones, escritas, las palabras de la memoria tienen vasos comunicantes, diría André Bretón. Agregaría que la escritura captura la singularidad de la realidad, esa que fue, que habrá sido y que no es más. La vida triestina lanza una flecha que da en el blanco precisamente porque narra vacíos y silencios, historias que nunca fueron, miradas de quienes nunca voltean que, sin embargo, afectan la realidad y dejan huellas en la memoria que se reescribe cada vez que se narra o se deja de narrar. En suma, y para decirlo en palabras de reseñista de oficio, un libro recomendable que el lector sin lugar a dudas disfrutará. Así las cosas.

Miklos, David. La vida triestina. México: Libros Magenta, 2010.

viernes, 27 de mayo de 2011

Lugares extranjeros

Cualquier lugar es para mí extranjero, extraño. Lo vivo siempre desde afuera, una exterioridad que por supuesto es imposible, acaso sólo una sensación (es más bien extimidad, como diría Miller, pero el efecto es de ostranenie). Se es extranjero donde quiera que se vaya. En mi caso, como en el de otros millones tiene que ver también con un asunto de familia no resuelto que de algún modo se traslada, a modo de síntoma. De lo poco que sé es que, por ejemplo, mi bisabuelo materno perdió la voz tras la segunda guerra, donde hacía trabajos forzados en Indonesia, en ese entonces bajo dominio japonés. Se hablaba poco y aún menos logré indagar yo, la eterna curiosa de la familia. Esa era la razón por la que mi oma hacía una cara de disgusto al ver un contingente de turistas japoneses y acaso la razón de que nunca se me ha antojado ir de viaje al oriente y no me afecta el problema del tsunami. Hay un nomadismo no sólo geográficamente, sino en otros aspectos. Recientemente descubrí un libro en la biblioteca de la Ibero escrito por una prima de mi abuela paterna, apellido Sodi, famoso por marcar a gente muy inteligente pero profundamente desdichada. La mujer que escribió el libro, María Elena Sodi se suicidó colgándose de una cuerda, en su habitación. El libro comienza con un prólogo de Porfirio Díaz, ni más ni menos, recordando el gran jurista que fue mi tatarabuelo -uno de sus hijos, por cierto, llegó a defender a León Toral, el supuesto asesino de Álvaro Obregón.

Este es un registro afectivo que apenas comienzo a desenmarañar.

Más allá de esto, sé que yo me vivo como exiliada en cualquer lugar, como alguien que puede ver desde afuera las cosas. Y sin embargo, no deja eso de ser sintomático, porque me sigo emocionando en el extranjero cuando escucho mariachis. Pero ese es otro asunto. Tiene que ver, creo, con esa sensación: verse desde afuera, a uno mismo, desde atraás, desde la espalda y de un nivel superior físicamente.

sábado, 5 de marzo de 2011

Trazo sobre la Imagen Sustractiva

A ver, que conste (algo de jurista debo de tener en mí, me gusta “que conste”, como si un escribano estuviese a mi lado, anotando lo que “consta en el acta”) que esto lo escribo sin mis múltiples citas, sin un libro al lado sino al aire, para intentar exponer lo que quiero explicar, sin un papel que me respalde, porque justamente quiero hablar de la apuesta y por lo tanto de un salto al vacío, como el que intento.
Intento trazar algunos esbozos sobre lo que concibo como la imagen sustractiva. Si, como bien dice Badiou, el presente es el tiempo más complejo para pensar, me interesa justamente cómo presentificar la idea de la imagen sustractiva. Por supuesto, con consideraciones de lo que es la imagen, qué se entiende por imagen. Me parece que ya desde Platón y su caverna la imagen es un problema fundamental, un pilar de referencia. La imagen, me aclaro a mí misma, no es lo visual, no es tampoco algo que tenga que ver con los sentidos, sino algo que se presenta y que es posible imaginarizar, es decir, completar. Ahí está el primer problema: la imagen siempre es un fragmento es algo incompleto que tendemos a totalizar a nominar y por lo tanto a desvanecer. Aquí se enclava la postura de Didi-Huberman, quien, en su ensayo emblemático de imágenes del holocausto, dice “imágenes pese a todo” y apuesta por una postura casi ética de lectura de las imágenes y dice que hay que imaginar el holocausto, (¿completarlo, en la acepción anterior?). Didi-Huberman, para decirlo en lenguaje badiouano, intenta forzar el nombramiento de la imagen en retrospectiva (de ahí sus famosas imágenes anacrónicas) y no acepta la innombrabilidad de lo que nos interpela, quiere resolver la dialéctica de forma positiva, lo que a nivel de análisis de pensamiento (el esquema gamma de la trayectoria de una verdad) implica un desastre, una destrucción (en tanto sustrae la última sustracción).
Aquí ya hice trampa, tuve que buscar una cita de Rancière de la que me acordé en este momento. Porque mi trazo de “atravesamiento” de lecturas sobre la imagen sigue un itinerario claro: Didi-Huberman, Rancière y luego Badiou. El primero me dejó de gustar hace ya años y decidí que en algún momento (en segundo semestre, específicamente) escribiría algo para derrocar sus nociones. El segundo me apasionaba hasta hace poco y me sigue resultando deslumbrante en muchos puntos, sin embargo su infidelidad al acontecimiento mismo que él plantea y su clasificar los regímenes de las artes de cierto modo no me han ido acabando de satisfacer. El tercero es, hace ya un tiempo, uno de mis pensadores “base”, implica una potencia que ningún otro tiene y, claro está, me representa un desafío porque no llego a comprender ni la mitad de lo que dice y, como dice Piglia, leer mal hace al buen escritor. Sigo con la imagen, tras este desvío improductivo. Rancière, a diferencia de Huberman, plantea algo en torno a las imágenes del holocausto que me interesa mucho más. Dice que, en mis palabras kantianas, la condición de posibilidad de este tipo de imágenes sería su propia condición de imposibilidad. En este sentido y, sí, de nuevo con trampa, escribe Rancière que la experiencia no es “‘unrepresentable’ in the sense that the language for conveying it does not exist. The language does exist and the syntax exists. Not as an exceptional language and syntax, but, on the contrary, as a mode of expression peculiar to the aesthetic regime in the arts in general. The problem is in fact rather the reverse. The language that conveys this experience is in no way specific to it” (Rancière The future 126). Así que el problema es la inespecificidad de lenguaje para nombrar la imagen. ¿En qué terreno estamos? Me parece que en el terreno de la sustracción indecidible de Badiou, donde habría que apostar por nominar un acontecimiento para que el procedimiento de la verdad siga su curso, aunque sea de manera hipotética. Pero eso es a lo que no se atreve Rancière: señala, especifica, pero no apuesta, no tira los dados, le sigue soplando a la suerte sin lanzarlos.
Ahora hago una mezcla que no sé si funcione, pero que intento. Y es que me parece que la imagen sustractiva, en mi concepción, va por el lado de lo real, de aquello que se sustrae a lo real. Por decirlo en lenguaje de Lacan, no todo puede ser absorbido por identificaciones imaginarias o simbólicas. El resto o residuo (inlcusive matemáticamente, diría Badiou) pone en marcha la operación significante. Pero lo Real, al tiempo que es motor, aparece sólo como sustracción, no puede atraparse ni simbólica ni imaginariamente porque es puro borde y no puede mostrar el vacío (aunque lo articula en un operador). La posibilidad de la imagen sustractiva estaría en exhibir la diferencia mínima, el “relámpago” del acontecimiento. ¿Cómo? En forma de imagen, claro está, pero un tipo particular de imagen. Me parece que cada sujeto o asunto, debe de buscar las imágenes que lo apele estructuralmente y políticamente, buscar ese espacio de negatividad imposible de conceptualizar pero que es material, el resto o borde del vacío, el sitio de la singularidad insustituible, el insostenible resplandor de lo Real.
Ahora bien, no sé si ya todo esto resulta confuso, porque cuando lo escribo es claro. ¿Cómo ejemplifico esto? Ese es otro problema. Por supuesto, los ejemplos que yo tengo a la mano son literarios, pero por hoy me quiero quedar a nivel de la teoría, que sin embargo creo que posibilita pensar una concepción alternativa de la imagen, al menos hoy, en presente.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Voltaire contra la teología


"Al pueblo le importa poco saber si el verbo engendrado es consubstancial con su generador; si es una persona que tiene dos naturalezas o una naturaleza que tiene dos personas, o es una persona y una naturaleza; si descendió al infierno per effectum y a los limbos per essentiam; si nos comemos su cuerpo con los accidentes del pan o con la materia del pan… De las diez partes de hombres que se ganan el sustento con sus manos, nueve no pueden entender una palabra de estas discusiones, y los teólogos, que tampoco las entienden, porque están cuestionando muchísimos años sin poder quedar acordes, y siguen disputando más aún". (Diccionario… Tomo II 578)

Voltaire. Diccionario filosófico. Tomo II. Ed. Ana Martínez Arancón. Madrid: Ediciones Temas de Hoy, 2000.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Reseña Blanco Nocturno, Piglia

El brillo fugaz: Blanco nocturno de Ricardo Piglia

“Basta un brillo fugaz en la noche y un hombre se quiebra como si estuviera hecho de vidrio” (291). La fragilidad es también la de la narración, el vidrio que posibilita ver a través de y, que cuando se quiebra, corta. El brillo fugaz es la lámpara tenue de la experiencia de Louis-Ferdinand Céline que se cita en el epígrafe de Blanco nocturno, la nueva novela de Ricardo Piglia. La tan esperada novela del escritor argentino se agrega a la ya consagrada lista de obras del autor que se han vuelto lectura fundamental para quien gusta de leer un texto desafiante y reflexivo sobre el mismo arte de la escritura y mientras tanto, entretenerse.
Las metáforas a lo largo del libro son constantes y versan sobre un mismo centro: la luz en contraste con la obscuridad. El blanco de la noche, las apariciones luminosas, la visibilidad extrema de una narración que se re-vela como un juego de relaciones que sólo tienen significación al agregarse a otros elementos que van reconstituyendo esa luz, innombrable e inenarrable. La luz en medio de la noche se confunde en la memoria, un film en blanco y negro. El recuerdo parte de la descripción de Tony Durán, un puertorriqueño (“un yanqui que no parecía yanqui pero era un yanqui”) que conoce a las gemelas Belladona en Las Vegas y regresa con ellas al pueblo, uno entre tantos, al sur de la provincia de Buenos Aires, donde la pampa determina las relaciones endogámicas entre los personajes. El inicio, como en todo policial, es el asesinato de Durán, el extranjero que se inmiscuye en el pueblo y es objeto de todas las especulaciones imaginables. A partir de diferentes recuerdos, narraciones, versiones e historias marginales derivadas se intenta buscar, al mismo tiempo que se escribe, al culpable del asesinato. Los puntos de vista, al modo de Nadie nada nunca de Saer, cambian en cada escena y agregan elementos a la historia principal, si es que hay una. El pueblo y sus versiones, filiación faulkneriana, narran el acontecimiento. Lo central, lo que no cambia es que hubo un crimen. Aunque el culpable es en realidad lo que menos importa en la novela, da pie a una serie de juegos y grietas que no acaban de cuajar. Croce, el viejo y agudo comisario, es un tanto disperso y excéntrico (como todo detective) y señala que el culpable del asesinato no es el que se procesó, en contra de las apreciaciones del pueblo. La figura de Croce, a medio camino entre el Quijote y Holmes, aparece capaz de descubrir el secreto de lo que nadie ha visto. Como bien dice el comisario, “la certidumbre no es un conocimiento […] es la condición del conocimiento” (87). Y esta condición, la luz y la extrema visibilidad, en última instancia es la operación de Blanco nocturno. El secreto está a la luz como la “carta robada” sobre el escritorio del ministro y por eso no lo vemos, “descubrir es ver de otro modo lo que nadie ha percibido. Ése es el asunto” (143). La visibilidad extrema, ciertamente la operación fundamental de Piglia.
A modo de ruptura dentro de la novela misma aparecen fragmentos en cursivas que son en ocasiones frases extrañas literalmente injertadas en la cabeza de el comisario Croce, la sensación de palabras dictadas, la grieta. Frases que llegan como recuerdos. Por otro lado, una serie de notas a pie de página acompañan la novela, lo que cuestiona la forma genérica misma y aportan una especie de efecto de realidad en tanto inscriben un campo de verosimilitud y, al mismo tiempo, de irrealidad. Las notas suelen añadir información a lo dicho de paso en el texto, polemizar con ciertas opiniones que se sostienen, añadir voces marginadas, dotar de datos y cifras estadísticas lo que parece falso. Como buen historiador, Piglia juega con la ficción para trastocar el concepto de Historia y los metarrelatos que se suelen construir, por ejemplo, con la gauchesca o con la civilización y barbarie de Sarmiento, ejes que construyen el concepto de la nación argentina pero que no son más que elementos de una ficción posible.
A lo largo de la novela recurren viejos conocidos para los lectores de la obra de Ricardo Piglia como Junior, el director del periódico, o el protagonista Emilio Renzi, quien ahora en Blanco nocturno es el que hila los nudos de la trama del asesinato en el pueblo, en su papel de reportero periodístico. Todos los personajes funcionan como puntos de ilusión que soportan la ficción que construyen a su alrededor y cada uno defiende su propia visión particular, aunque al vecino le parezca lo más absurdo. Sofía y Ada Belladona, pelirrojas seductoras, defienden su estatuto familiar en el pueblo y la historia de sus antepasados. Luca Belladona lucha hasta el final en un juicio absurdo por mantener su fábrica de inventos y máquinas. Croce se empecina en convencer a su enemigo, Cueto, acerca de su versión del asesinato de Durán. Rosa, la archivista, conserva todos los documentos del pueblo, preservándolos para el futuro en la vieja casa donde el coronel Belladona construyó una estación ferroviaria. Emilio Renzi intenta ayudar a Croce a resolver el asesinato y recopila historias del pueblo conforme va investigando las vetas “secretas” de las intrigas de la pampa. Así, cada uno de ellos está anclado a su propia ilusión, una realidad singular que se mantiene como proyección imaginaria que es “lo posible, lo que todavía no es, y en esa proyección al futuro estaba, al mismo tiempo, lo que existe y lo que no existe. Esos dos polos se intercambian continuamente. Y lo imaginario es ese intercambio” (232).
Si bien Blanco nocturno es una novela esperada, con el estilo clásico de Piglia, no hay innovación alguna, sino un autor que ya se ha plegado a las formas de su obra anterior y a su consagración de gran parte de la crítica. Así, Blanco nocturno no resulta un texto tan rico como lo fueron en su momento Respiracion Artificial o Ciudad Ausente, sino la repetición de una fórmula, ciertamente virtuosa, del autor y su imagen conocida. Con todo esto, la nueva novela de Piglia es una lectura fundamental, rica en metáforas y juegos estilísticos, que plantea una idea central: ¿cómo puede la luz de la experiencia (al modo de los empiristas) iluminar el conocimiento? Juego por demás complejo que quiebra los vidrios del saber preestablecido.

Piglia, Ricardo. Blanco nocturno. Barcelona: Anagrama, 2010.

Aira sobre Lacan

Lo mejor que he leído sobre Lacan lo escribió César Aira:
"Lacan hizo una reflexión muy sugerente sobre esta cuestión del enunciado y la enunciación. En realidad toda su obra se basa, si es que he entendido bien, en que la constitución del Sujeto se hace en la lengua y no hay sujeto “verdadero” anterior a lo simbólico, como no sea en el campo del mito. Luego, Lacan habla de la “coincidencia imposible” del Yo con la palabra “yo”. El sujeto del enunciado es una máscara, infinitamente variada, del sujeto de la enunciación. Ese infinito tiende de modo asintótico a la coincidencia de Yo y “yo”, sin llegar nunca a ella"

viernes, 9 de julio de 2010

Los futuros

Sí. Digo bien: los futuros. Porque hay tantos posibles que no hay nada clausurado. Las condiciones e posibilidad aún rodean todo mi ser, a flor de piel. Que si un lado, que si otro. Desde Harvard, Cornell, UPenn, Stanford, Leiden… hasta rendirme a lo que siempre me ha tirado: yo. Y, acaso, acabar donde siempre imaginé acabar, donde estuve un día y desee nunca regresar. Tantas posibilidades me hacen temblar, porque no quiero decidirme por ninguna. Pero, el futuro no se vive más que en el presente. Y no existe, sino que está clausurado. Hasta mañana, cuando se abra retrospectivamente, si se viera desde hoy. Ay, San Agustín, ¿qué me has hecho? Bien. Una vez más: los futuros están ahí, palpando. No pensaré en ellos hasta mañana, día en que se abran más y se acerquen a rozarme. Y, de nuevo, recorreré esta misma odisea circular, que no llega nunca a un Ítaca prometido, sino sólo soñado del que, quizá, nunca he salido.

martes, 6 de julio de 2010

La transición chilena en la política y literatura.

El problema de la narrativa chilena de la transición y aún la contemporánea es la falta de un lenguaje apropiado para narrar la dictadura cuando la "democracia" del consenso y los medios (amaestrados por la anterior) "estandarizaron las subjetividades y tecnologizaron las hablas, volviendo su expresión monocorde" (Richard 45) y es por tanto siempre una tarea pendiente (Gumucio 34). En este sentido, se puede decir que el autor, como individuo vivo y móvil dentro de un contexto que se transforma rápidamente, sufre de la contradicción imperante en los discursos oficiales y sociales. Por un lado está el discurso del progreso impresionante de Chile y el ejemplo que es para América Latina y por otro está la sombra menos comentada de las abismales diferencias económicas y sociales, la falta de oportunidades, entre otros.

Para Rafael Gumucio, escritor chileno, la transición es el estado en el que todo es paradójico, contradictorio, visto entre tinieblas (34) lo cual concuerda con la visión de Nelly Richard que habla de la transición como aquello que "disfraza la ambivalencia de su juego de máscaras entre presente (la reapertura democrática) y pasado (la dictadura)" (Richard 40), así profundizando más en esta característica de la postdictadura. En efecto, si se analiza la historia de Chile a partir de la caída de Pinochet, uno encontrará varios gobiernos con una máscara democrática de cambio y un rostro debajo que es el mismo de la vieja dictadura. La manera en que conviven ambas figuras aparentemente contradictoras y son aceptadas por la sociedad "cegada", "silenciada" es mediante la ruptura de la memoria y la instauración de una melodía y lenguaje institucionalizados que no puedan re-vivir la dictadura, sino sólo evocarla. Un lenguaje sin posibilidad de expresar el horror de lo experimentado, totalmente automatizado desde la esfera superior que dicta el discurso a través de los medios de comunicación masiva, las ceremonias nacionales, lo "oficial". Todo para cegar e impedir la memoria de los sobrevivientes sedándolos con un ilusorio bienestar, progreso y cambio.

Gumucio dice que "en la transición las voces se independizan, se tapan la una a la otra, conocen la letra que cantan pero muchas veces ignoran la música" (34). Refutaría a lo anterior alegando que las voces no se independizan por completo, ya que hubo un discurso proveniente del plano político superior de la transición democrática que no permitió el testimonio ni el trabajo de duelo. Aquí se ha tocado otro punto importante para la narrativa chilena: el trabajo de duelo "en suspenso, inacabado" (Richard 35). El proceso de Chile no ha acabado precisamente por la falta literal y metafórica de los cuerpos detenidos-desaparecidos.

Frente a este silencio (o silenciamiento), los sobrevivientes "luchan contra la desaparición del cuerpo, debiendo producir incesantemente la aparición social del recuerdo de su desaparición" (Richard 42). Quizás por esa razón la literatura (y otros aspectos) de Chile está marcada por la desaparición, el recuerdo, el olvido dando así lugar a dos temáticas dentro de las narraciones: el enmudecimiento y la sobreexcitación (Richard 37).

De cualquier manera, las temáticas anteriores son una reacción a la dictadura en donde no había voces sino voz (no diversidad sino hegemonía) y al posterior estado de "libertad" ficticia inacabada. Inacabada por el hecho de la falta del muerto, el cuerpo que no permite completar un proceso de duelo ni llegar a un progreso total. Esto tiene que ver con lo que dijo Walter Benjamin en uno de sus ensayos críticos de narrativa:"sólo gracias a una memoria generosa puede la épica hacerse dueña, por una parte, del curso de las cosas y, por la otra, quedar en paz con su desaparición, con el poderío de la muerte"(201). De la misma manera la anterior cita se puede trasladar a la literatura chilena: hasta que no haya memoria, trabajo de duelo, re-memoración, no podrá ser dueña de sí, de su proceso y el silencio seguirá siendo la parte expresable de lo inexpresable. En palabras de Gumucio, es posible hacer referencia a la experiencia del chileno que ha vivido pero no puede re-memorar su propia historia:"amamos los chilenos nuestro pasado de manera vergonzosa y parcial. Amamos un brazo para callar mejor el resto del cuerpo que descansa, así, en paz" (38).

    Sería interesante poner en la mesa las implicaciones que ha traído la muerte de Pinochet en 2006 a todo el proceso antes reflexionado de la transición porque, si bien, el proceso no ha acabado, no se mantiene en el mismo estado. La muerte de Pinochet ha venido a significar un cierre de una era que marcó a Chile, pero la reacción no es espontánea y es necesario dar tiempo al tiempo. Gumucio dice: "vivimos todos los chilenos en ese silencio que lo dice todo… Todo se dice en el Chile de hoy, todo se habla, pero una zona indeterminada, a la vez mínima y enorme, ha quedado para siempre en el silencio. Sobre ese silencio cuesta escribir" (38). Y es ese silencio el que dice más que toda palabra, el que carga el peso de la imposible re-memoración y el único lenguaje posible para hablar del horror dictatorial, del cuerpo desaparecido.


 

Bibliografía

Benjamín, Walter. "El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov." En Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Trad. Roberto Blatt. Madrid: Taurus, 1991.

Gumucio, Rafael. "La transición: una reacción en cadena." Letras libres Sept. 2007: 34-38.

Richard, Nelly. Residuos y metáforas: ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición. Santiago: Editorial Cuarto propio, 1998.

Un ensayo de lo incomprensible: de Wagner a Satie y de Balzac a Mallarmé

Advertencia

A cualquiera: Prohíbo leer en voz alta el texto durante el transcurso de la ejecución musical.

Todo incumplimiento de esta observación levantará mi justa indignación contra el petulante.

No se conceden privilegios.

ERIK SATIE


 


 

A Mallarmé se le ha relacionado con todo. Vaya, hasta podríamos relacionarlo con la sopa de letras de pasta y las constelaciones que crea una vez diluida en el estómago. Pero, si queda algo claro tras leer a Mallarmé, a conciencia, es que nada se puede decir sobre su poesía. Por ello, no intento en este trabajo sino jugar azarosamente con una serie de ideas que nada tienen que ver con una interpretación.

El siglo XIX imaginaba obras que fueran universos cerrados y estables. La modernidad usa las obras como encrucijada de fragmentos de sentido cogidos en un instante, y por un instante frenados, durante su carrera. De esta manera cada obra se convierte en un momento de verdad provisional. Deja de ser estructura cumplida y permanente y se convierte en constelación entre tantas, fórmula de paso, combinación transitoria (Baricco 42). A la música del Siglo XX le ha pasado lo mismo que a la poesía tras Mallarmé: es incomprensible y, en ocasiones, tan alejada de la sensibilidad de un escucha educado en la tradición musical, que repele y desconcierta con su experimentación. Sí, es necesario ese juego, ese redescubrimiento, porque, tras Wagner ¿qué queda para el siglo XX? La ruptura entre la música europea de tradición culta y su público tiene una génesis determinada: 1908. Schonberg edita los Klavierstucke op.11, primer experimento radical de música atonal que se hace en el siglo XX. Abandona la geometría de la música tonal. A partir de entonces, se ha agotado la posibilidad de la música clásica de significar algo, de apelar a una afectividad general y el vértice del público-consumidor ha virado hacia la música popular. Sin embargo, me parece fundamental regresar a las formas que a finales del siglo XIX surgían como alternativa al agotamiento wagneriano y, ahí, como un taumaturgo al modo de Mallarmé, duerme Erik Satie.

La relación de la poesía con la música es muy clara y cercana: la poesía se vale de la musicalidad del lenguaje y la música es un lenguaje diferente que se interpreta al modo del poema. En este sentido, me interesa relacionar lo que en un contexto histórico sucedió con ambas esferas del arte simplemente para intentar explicarme –o confundirme- aquello que es intraducible: el Tiro de dados de Mallarmé.

Hay un punto en el que todas las palabras salen sobrando. O, más bien, se agrega a un arsenal barroco de interpretaciones o intentos de asir lo que por definición es indecible y rechaza toda palabrería superficial. Pero, no pude dejar de escribir sobre eso que tanto me vacía y tanto me intriga, eso que es incomprensible y nunca llegaré a aprehender, eso que indefinidamente me mantendrá en el vilo del lenguaje y sus límites, siempre socavando lo más profundo que poseo provisionalmente. Un filo del azar que siempre permanecerá en el caos porque está perfectamente ordenado.


 

  1. Wagner y Balzac

Wagner marcó un hito para la música del siglo XIX. Los ruidosos metales (la tuba wagneriana) y su sonido gigantesco junto con sus kilométricas óperas del Anillo del nibelungo llevaron la música a un punto culminante. Su técnica recargada de grandes sonidos lo llevó a buscar "obras completas" en las que se basaba en motivos temáticos musicales (Grundthemen). A lo largo de la tetralogía el leitmotiv reaparecía con alguna variación en su orquestación o en su tonalidad. Todo motivo o temática importante va acompañada de uno de estos leitmotiv, lo que produce una compleja red de asociaciones entre música y concepto. En las óperas de Wagner la acción, la trama es lo de menos; lo que importa es justamente la exposición de ideas ya sea en relación al famoso pangermanismo o a la moral de dioses entre hombres. Las disonancias ya comienzan a hacer su aparición en Wagner, acaso por la imposibilidad de expresar esa épica expansiva que tiene un tono triunfal y, en ocasiones, trágico, pero nunca en medio. Los discursos largos y panfletarios se ven engarzados en música a tono para exponer los grandes motivos e ideas del mismo Wagner, quien escribe todos los libretos de su ópera, además de su música.

    Balzac desarrolló la misma técnica que Wagner en un modo diferente: sus personajes nunca son individuos con características propias o específicas, sino que son "tipos", portadores de ideas de uno u otro lado que se enfrentan en un teatro de títeres al antojo del narrador. En ambos casos, se parte siempre de una mirada panorámica –o una obertura grandiosa- para ir centrándose posteriormente en los héroes defectuosos y ambiciosos que caracterizan tanto la ópera como la Comedia humana balzaciana. La dramatización, en todos los casos, proviene de oposiciones absolutas de ideas o posturas. En última instancia, lo que Balzac recrea es la disolución sistemática de sus personajes en donde el hombre se vuelve su propio creador, se "hace" por segunda vez, es el dramaturgo de su propia existencia. Lo mismo sucede en Wagner, en su épica medieval rescatada cuando los héroes siempre intenten vivir más allá de toda expectativa y crean un "drama" en sus actos.

    Tanto Balzac como Wagner parten de un caos natural para organizar de modo artificial todo lo que acontece en sus obras. ¿Cómo se logra ésto? Sintetizando. La historia de Alemania en cuatro noches de ópera, la historia de la vida parisina en La comedia humana. Una búsqueda de esas pasiones que a todos nos mueven, el poder de la voluntad que intenta construir en pleno siglo XIX, donde el positivismo está en el borde del fracaso. Siempre importan más los resultados que los motivos, el efecto y no la causa. La enseñanza moral en la ópera didáctica de Wagner o el aprendizaje social del individuo en Balzac.

Me parece que el melodrama es el modo e que se construyen ambas obras: la música épica que en todos resuena, los tonos altos y grandiosos, los contrapuntos y las variaciones probadas por el barroco; los amoríos prohibidos, el sobre-codificado pobre que ama a la mujer rica y que por ella se supera. Aquí, me refiero al melodrama como el modo hiperbólico que busca la verdad a partir de lo ordinario, con expresiones intensas y excesivas cargadas de connotaciones pasionales. La emoción es la única medida de la verdad y hay que suscitarla: la moral del melodrama es "un repositorio de los restos fragmentarios y desacralizados de mitos sagrados", afirma Brooks, y "puede compararse con el inconsciente, en el sentido de que es una esfera del ser donde yacen nuestros deseos e interdicciones más básicos, un reino que en la existencia cotidiana puede parecer cerrado a nosotros, pero al cual debemos acceder porque es el reino del significado y del valor" (74).


 

  1. Satie y Mallarmé

Erik Satie compuso las tres Gymnopédies en 1888. Antes, sólo había publicado las Sarabandes, en 1887. Según Satie y sus apologistas, las Sarabandes marcaron un giro en la historia de la música francesa. Personalmente, creo que ese punto fueron las Gymnopédies. Lo que es cierto es que la obra temprana de Satie, con sus simples melodías y armonía estática de imprecisas cadenas con siete acordes, eran decididamente anti-wagnerianas. Paris, a fines del siglo XIX, estaba bajo el claro influjo de las obras del alemán. Se hizo necesario un nuevo arte libre de la dominación alemana (también tiene que ver el contexto político) es decir del wagnerismo y sus pesadas nieblas de conceptos y tonalidades así como de los impresionistas franceses como Debussy o la complejidad de Stravinsky y su rito de primavera. Frente al romanticismo alemán, el impresionismo francés o el genio ruso surge el llamado "neo-clasicismo" francés, donde se vuelve a la música del día a día, desde la clarividencia del niño (Morgan 159). Me parece que etiquetar siempre es conflictivo y siempre conlleva una carga específica desde el futuro con obsesiones de nomenclatura que intenta clasificar y catalogar lo que siempre se escapa de sus manos. Lo que es cierto es que hubo un regreso a la simplicidad, a las unidades melódicas repetitivas y a las breves secciones sin unidad musical clara, urdidas todas en un mosaico casual con textura sencilla. Todo parece ocurrir en un plano: la hoja en blanco, el silencio.

La etimología del título de las obras es importante y ha suscitado largos debates entre los críticos y académicos. Satie aseguraba que las Gymnopédies estaban inspiradas en Salambó de Flaubert, mientras que la mayoría de los críticos aseguran que proviene de la antigua Grecia. En Esparta había una serie de festivales o "gymnopedia", dedicados al honor de los guerreros caídos en batalla, que consistían en que jóvenes desnudos danzaban e imitaban la lucha de las batallas y ciertas poses de guerra. Más allá de esto, me parece que estas tres piezas aluden a un "comienzo" o una creación lenta y dolorosa en el vacío: quizás una danza, quizás el exotismo de Salambó.

Las Gymnopédies se experimentan como una impresión profunda en el oído del que las escucha (por lo menos, en el mío): mientras que los repetitivos acordes resuenan como un eco, una sencilla melodía se desarrolla y repite en las notas más agudas del piano. Las tres piezas son variaciones de una sola, a partir de una perspectiva ligeramente alterada ya sea en la armonía o el balance de la melodía. Se repite siempre el séptimo y el novena acorde, lo que dota a la melodía de un colorido apuntalamiento cuya sonoridad mitiga la disonancia entre las notas agudas. Cada pieza tiene un centro tonal inestable, apenas mostrado y envuelto por los cambios en la armonía. Satie detiene el desarrollo de la melodía a favor de la repetición y yuxtaposición de elementos melódicos que unidos con el estatismo del lenguaje de la armonía, dotan a las obras de su cualidad onírica azarosa.

Mallarmé publica Un coup de dés en 1897. La poesía es música absoluta o "pura", decía Mallarmé. Por "música pura" se entendía la música instrumental como la sinfonía, los críticos del siglo XIX creían que la pureza se relacionaba con la ausencia de narrativa, en donde se apelaba al sentido profundo de verdades infinitas en el receptor. La música puede llevar a su sujeto al infinito, debido a su carácter indeterminado y, puede llevar al escucha a una esfera trascendente más allá del alcance del intelecto. Libre de esos vínculos entre las palabras y las cosas, la música involucra una especie de hasard que hace que sus signos sean imposibles de descodificar en términos racionales, debido a su referente en lo indecible, lo infinito y poderosas armas del Nombre (162).

Mallarmé deja entrever en su obra su intento por recuperar la poesía en la música al emplear los códigos no discursivos que emplea la música –la música pura- en sus poemas. Un tiro de dados puede leerse como se escucha la música en un concierto. En una conversación entre Edward Said y Daniel Barenboim se plantea una preocupación que me parece es pertinente aquí:

EWS: But how do you imagine space? Is it a space that's from top to bottom and in depth, as well? In other words, is it that you are bringing the notes closer to each other to have a kind of tension, which they otherwise might not have? DB: Yes. It's also somewhat the equivalent of perspective in painting: although the painting is on one plane, still you have the feeling that certain elements of the painting are nearer to you and the others are farther away. Tonally, you can do that. (Barenboim 75)

El espacio de Un tiro de dados es también algo así: una página en blanco, tabula rasa, en donde se desliza la pluma, creando, con diferentes tipografías, modos, distribuciones espaciales que dan justamente esa sensación de la que habla Barenboim en la pintura. Un plano pero imaginado con perspectiva, con profundidades y figuras frontales, acaso, dispuestas en modo perfectamente pensadas, para provocar la anulación o sustracción. Acaso, se podría hablar tanto en Mallarmé como en Satie de "la atonía del lugar" (Badiou 102).

Por otro lado, la condición de zona borrosa del poema de Mallarmé. Aquí, leo a Mallarmé con Foucault y su texto sobre Blanchot "El pensamiento del afuera". La autorreferencialidad es, según los críticos, una característica de la literatura moderna. En ese modo de desplegarse se habría encontrado el medio "a la vez de interiorizarse al máximo (de no ser más que el enunciado de sí misma) y de manifestarse en el signo refulgente de su lejana existencia" (Foucault 298). El adentro, la autorreferencialidad, se mantiene como signo de la separación entre la literatura y su contexto (aunque nunca acabe por separarse): el intento de las vanguardias y su grito por derrumbar la tradición y refundar los modos de crear la literatura, siempre en consonancia con un individualismo creciente y sus expresiones artísticas. En la literatura, dice Foucault, hay un tránsito hacia el "afuera", donde el lenguaje escapa al modo de ser del discurso (es decir, a la representación) y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma para formar una red en donde cada punto contiene y se separa de los demás (298). Contra la idea de que la autorreferencialidad es el movimiento que funda la literatura moderna, Foucault argumenta que la literatura no puede ser el lenguaje que se identifica consigo mismo, la famosa separación de las palabras y las cosas como referente principal de la modernidad. La literatura es

el lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo; y si este ponerse "fuera de sí mismo", pone al descubierto su propio ser, esta claridad repentina revela una distancia más que un doblez, una dispersión más que un retomo de los signos sobre sí mismos. El "sujeto" de la literatura (aquel que habla en ella y aquel del que ella habla), no sería tanto el lenguaje en su positividad, cuanto el vacío en que se encuentra su espacio cuando se enuncia en la desnudez del "hablo". (Foucault 299)

El "hablo" no refiere ya a ningún sujeto de enunciación, aleja, dispersa la existencia de un "yo" (en el poema, el yo lírico desaparece) y el lenguaje se desnuda en la página en donde está escrito, como puro acontecimiento. Para decirlo con otro filósofo, "el lenguaje está en posición de innombrable" (Badiou 102). Todo dado por la imposibilidad de nombrar la muerte y por la pura atracción imposible hacia la vida: "En Mallarmé el lenguaje aparece como despido de lo que nombra, y aún más… como el movimiento en el cual desaparece aquel que habla" (Foucault 301). La muerte del autor, del poeta a cambio de un taumaturgo que expulsa de sus entrañas palabras que ya le son, para siempre, ajenas.

    Entre Satie y Mallarmé hay una estrecha relación en el modo en que despliegan las notas o las palabras. Un espacio vacío, una hoja en blanco, siempre en expansión que acomodan en el orden del caos su enunciación sin referencialidad mayor. Ni siquiera a sí misma se refiere ya la música o el poema, sino que sustrae toda posibilidad de significar, sin movimiento tonal o leitmotiv.


 

  1. Postrimerías: Arvo Pärt

Arvo Pärt es un compositor nacido en Estonia que ha desarrollado su obra en el marco de lo que los críticos llaman "minimalismo". En 1978, antes de salir de Estonia, escribe la que yo creo es su mejor pieza titulada Spiegel im Spiegel. Tan sencilla, tan poderosa, me recuerda inevitablemente al estilo de las Gymnopédies. En alemán, "Spiegel im Spiegel" significa "espejo en el espejo" y, creo que ese es justamente el efecto que produce la pieza en quien la escucha: una infinidad de imágenes sonoras producidas en paralelo, triadas tonales que se repiten incesantemente con pequeñas variaciones como si se estuviesen reflejando en espejos opuestos.

    Arvo Pärt regresa a la familiaridad cotidiana con los sonidos que tanto interesaba a Satie, con una simplicidad que contrapuntea con el caos. El compositor estoniano dice moverse dentro de un estilo que él mismo denominó "tintinnabulation", que define como "an area I sometimes wander into when I am searching for answers - in my life, my music, my work. In my dark hours, I have the certain feeling that everything outside this one thing has no meaning. The complex and many-faceted only confuses me, and I must search for unity. What is it, this one thing, and how do I find my way to it? Traces of this perfect thing appear in many guises - and everything that is unimportant falls away. Tintinnabulation is like this. . . . The three notes of a triad are like bells. And that is why I call it tintinnabulation" (Pärt)

    Para llegar a Arvo Pärt, el siglo XX pasó por una gran cantidad de experimentaciones que, en primera instancia, parecen ruido y no tienen una armonía clara en ningún punto. Desde Schoenberg, Debussy y la atonalidad pasando por Sibelius en un intento por recuperar la tonalidad mágica y Cage en la vanguardia más revolucionaria, Stockhausen, Glass, Boulez, hasta llegar a Oliver Messiaen, Lygetti y la vanguardia de los sesentas que sigue componiendo hoy.

Para mayor información, escuchar a los compositores aquí citados y leer a los poetas mencionados y todo será más confuso aún…


 

Obras citadas

Badiou, Alain. Condiciones. Trad. Eduardo Lucio Molina y Vedia. México: Siglo XXI editores, 2003.

Barenboim, Daniel y Said, Edward. Parallels and Paradoxes: explorations in music and society. Ed. Ara Guzelimian. New York: Vintage Books, 2004.

Baricco, Alessandro. El alma de Hegel y las vacas de Winsconsin: una reflexión sobre música culta y modernidad. Trad. Romana Baena Bradaschia. Madrid: Siruela, 2000.

Brooks, Peter. The Melodramatic imagination: Balzac, Henry James, Melodrama, and the Mode of Excess. New York: Yale University Press, 1995.

Foucault, Michel. "El pensamiento del afuera" en Entre filosofía y literatura. Barcelona: Paidós, 1999.

Morgan, Robert. Twentieth-Century Music: a history of musical style in modern Europe and America. New York/ London: Norton and Company, 1991.

Pärt, Arvo. "Tintinnabulation". Arvo Part.org 16 Mayo del 2010 ‹http://www.arvopart.org/tintinnabulation.html

Ross, Alex. The rest is noise: listening to the twentieth century. New York:
Picador, 2007.