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viernes, 28 de octubre de 2011

Fantasmas borrosos

La noche me toma por sorpresa. Aquí acabo. Un ruido me sorprende: volteo. No es nada. Me sorprendo hablando con los demás de alguien que no me queda claro si tiene consistencia o no, si puede ser visto por todos o no, si es un fantasma o es mi fantasma. ¿Cómo encuadrar?, ¿desde dónde?

Una mujer. Fotografía borrosa. Sostiene una máquina de escribir sobre la pierna que cruza sobre la otra. Un horizonte borroso. Sentada sobre un muro de piedras que se sostiene solamente por su propio ordenamiento: no hay pegamento. Una hoja a punto de salir de la máquina.

Cada hora, cada momento. El reloj en mano, minuto a minuto, pero esta curiosa perfección mecánica que debería.

Hombre y mujer. En medio de la calle. Ambos cargan un ramo de flores blancas. Él con su mano izquierda, ella con la derecha. Están al borde de la muerte y sonríen. ¿Funciona, todavía, el artificio?

Aún eres un punto de referencia en mi mapa.



domingo, 26 de junio de 2011

Fin de análisis


 Hace algunos meses leí un testimonio de “un pase” psicoanalítico de una mujer, escritora, que sale de análisis y vuelve tras un tiempo, por las circunstancias de la vida. El libro se llama Un final feliz, pero en realidad es tristísimo: ella muere de cáncer y deja esas páginas como testigo de su agonía final, pero también de su verdadera tranquilidad, en medio de todo aquello. Hay muchas historias de fin de análisis y el mismo Lacan nunca se decidió realmente en torno a cuál es el momento preciso: ¿atravesar el fantasma?; en una fórmula más freudiana, ¿llegar al núcleo traumático, que en realidad está vacío?; ¿escribir la barra en el gran Otro?; ¿cambiar de punto de acolchado a un significante menos “tonto” que pueda articular la estructura de otra manera?... Modos los hay, aunque ambas manos pueden bastar para contarlos. Lo cierto es que un análisis difícilmente llega a su fin necesario y generalmente se acaba de manera contingente.

Así, gracias a las contingencias de la vida, mi análisis está por acabar. Aunque no cese de no escribirse, intentaré acercarme a aquello que ha sido decisivo, sin llegar a ningún “núcleo” y más bien bordeando los agujeros que siempre se jugaron y seguramente se seguirán jugando.

Al parecer un poco más temprano. Porque el cielo clarea y el ánimo decae. Me lo han dicho. Me lo han dicho tantas veces que comienzo a no creerlo. Embusteros. Y sí, parada fuera de su puerta, esperando su singular taconeo: decidido. El sonido de las llaves, la puerta que roza ligeramente al abrirse. Su repliegue para que pase, su apenas perceptible flexión de rodillas justo cuando camino frente a ella, mientras detiene la puerta. Siempre detiene la puerta. Y cuando hay viento y yo sostengo la otra, siempre me espera un gracias. Mi subir primero las escaleras, siempre preguntándome ¿qué verá detrás? De nuevo, sus pasos decididos. Mi espera frente a la puerta, unos instantes, luego lo que concede: adelante. No me atrevo a pasar sin antes obtener ese permiso, aduana necesaria del cruce de umbrales. Una especie de advertencia como la que Dante lee al ser conducido por Virgilio al infierno: quien entre aquí, pierda toda esperanza. Algo así, con un acento más marcado. Cuelga las llaves. El difícil tránsito intermedio acaba, pero apenas comienza el siguiente. Cerrar la puerta, muchas veces enciende la luz y cierra o abre la cortina, siempre a mi espalda. Justo ahí, el objeto, el llamado “dispositivo” que de disposición no tiene nada: el diván. Su silla de alambres con algún cojín. Siempre la caja de pañuelos en el suelo, que suelo mover, valga el equívoco, un poco más atrás. Y el reloj recargado en el diván, como si las manecillas mecieran el tiempo que se pasa sobre él: lento, espeso. El tiempo espeso, el tiempo es peso. El movimiento incesante de las tiras de plástico que parecen corretearse y se dan una tregua cuando entran en contacto con el metal del diván, midiendo las respiraciones y los suspiros de quien ahí se atreve a acostarse, rindiéndose, o, en menor medida, de quien ahí se sienta, cobardemente, sin rendirse jamás. Valga la mención, yo me he acostado dos veces y nunca más lo logré: es uno de mis sueños y pensamientos recurrentes, ¿cómo sería acostarse en el diván, en ese diván? No lo sé, pero sé que implicaría, al menos, rendirme a las reglas del juego, perder el poco control que me queda sobre ese espacio, que me ha sido hurtado por las manecillas y por ella. Claro, la deuda es impagable: no hay modo de que quede saldada, soldada esta historia.

Así comienza siempre, aunque no siempre ha comenzado así. Otros momentos hubo. Días en los que el silencio era el común denominador. No es que ahora lo sea menos, pero se ha vuelvo en una instancia distinta. Antes era la guerra, una guerra campal: ella en silencio absoluto, yo en silencio absoluto. Los ruidos del exterior, miradas, suposiciones, poco más. No sé en qué momento cambió, comenzó. Pero así los momentos que hubo no son más, aunque vuelven como reflujo del mar intoxicado, siempre con la noche del fantasma. No el figurado.

Tanto podría decir ahora, toda la marejada de recuerdos, materializados, que vienen a mis dedos que teclean podrían escribirse, teóricamente. Me quedo con algunos, intentando aislar los otros.

Ella lee. Yo no quiero que lea. Mis planes siempre se ven cortados, coartados. Como si alguna vez fuera de verdad a llevar al acto algo de lo que planeo en ese espacio: nunca ha podido ser. Poco a poco, mientras escucho la textura de su voz, me voy perdiendo en remolinos de imágenes. Si pudieran ser descritas, el lenguaje se agotaría en verdad. Lo cierto es que dejo de escuchar lo que ella lee, con su peculiar entonación: a veces suave, a veces melodiosa, pero siempre decidida y en contrapunto. Las figuras del tapete comienzan a surgir. Hay una recurrente: el rostro de Eduardo Lalo, escritor puertorriqueño que admiro y a quien conocí en Córdoba, Argentina. Sin razón, su rostro está plasmado ahí, con sus lentes totalmente circulares, él de perfil y sin cabello. Las resquebrajaduras de la pared son otros de los recovecos que me gusta llenar y repasar mentalmente. Dar vueltas siempre: nunca completar las figuras, siempre derivar (derribar) en algo distinto y distante. Y ella lo sabe, no por nada es el SSS, así llamado… cualquier similitud con la SS del nacionalsocialismo es mera coincidencia. Porque lo que no cesa de no escribirse es lo más supuesto del sujeto que en realidad no tiene nada de sabido.

Otra escena. Creo que hablo aunque no sé si las palabras salen de mis labios, si mi lengua está friccionando contra el paladar para producir sonido, fonemas que saldrían de mis cuerdas. Yo hablaría. En pospretérito. Sobre un asunto cotidiano, por ejemplo, lo insoportables que me resultarían mis compañeros de clase en una clase insoportable con un maestro insoportable. Sin puntuación: el aliento lo dan otros signos. Y ella respondería con alguna pregunta, enigmática o simplísima, pero en todo caso inesperada y la mayoría de las veces incómoda o realmente idiota. Contestaría, no sin pensarlo dos veces: hay lugares en los que las palabras son las cosas y pueden saltar para cegarme. Eso es si es que la ceguera no fuera un asunto inmanente… ¿o la sodera? Acaso Borges presagiaba su ceguera en el aleph.

Hay días con lágrimas apenas vislumbradas, días en los que las imágenes saturan. Ella está ahí. Miro de reojo mientras me atraviesa con la mirada, traviesa a través. Poco más que decir en este asunto. Quizá sobra decir que a veces el abrazo final es un sostén, una posibilidad de mantener la coherencia de los fragmentos.
Una frase de mi cuaderno blanco de citas, un apartado con su nombre: “Es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, lo indica la propia palabra, a nuestras espaldas, como en inglés también, to back, alguien que acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos, y a veces, incluso, ese alguien nos pone una mano en el hombro con la que nos apacigua y también nos sujeta” (JM, Corazón tan blanco).

Nadie veía cómo el silencio asume la forma del silencio. En ese espacio, testigos las dos del silencio encarnado. Interrumpido por el canto de los pájaros, una cercana lavadora, las discusiones vecinas, pasos sobre la madera, el camión del gas, el claxon de algún desprevenido. Una violación al silencio perpetuo, repetida. Nada que decir. Nada que decir, de verdad. Hoy no hay nada que decir. Hoy no tengo nada que decir. De verdad que hoy no hay nada que decir. Nadie veía cómo el silencio asume la forma de la imposibilidad de guardar silencio.

El tiempo no transcurre. Se ha convertido en piedra tragándose los títulos de los libros, las plantas, la molesta colorida cajonera, el ganchito que sostiene apenas la puerta cerrada, el cuadro de Kandinsky. Verla de frente es casi imposible. Hay algo en ella, pero sé bien que eso es lo que produce la transferencia, y en realidad no hay nada. Como he llegado a vislumbrar: nada especial, nada trascendental. Un ser humano, en toda su dimensión. Si se tropezara de las escaleras, no sabría cómo sostenerla. Me temo que caería también.

A veces, ella habla. Me cuenta alguna anécdota, me recomienda lugares, me dirige en un contingente avatar citadino. Alguna vez me ha repetido el mismo relato con el punto de referencia, el protagonista de la narración, modificado. Retrasar. Re-trazar. La lógica de la contradicción. ¿Cómo puede haber una diferencia en la repetición? La hay, se re-traza al decirse. Detiene la cadena significante ahí. Ahí. Meras conjeturas: como si.

Dice ser el Sancho de un Quijote. La metáfora funciona días sí, días no. El Quijote le prometía a Sancho ser gobernador de las islas que conquistara. El escudero sabía que no hay islas que conquistar, pero el Quijote tendría que darse cuenta, dar se cuenta, que él mismo es una historia de ficción encontrada en un manuscrito de Cide Hamete Benengueli, mise en abyme.

Acabo de escribir estas líneas una hora después de empezarlas, casi media noche del domingo. No borraré nada porque no hay nada que borrar. El tiempo se encargará de acabarse por sí solo. Aquí la dejamos.

¿Casi seis años? Esta narración todavía no se acaba. Aún. Seminario 20. Aún. Unas sesiones más, unas con-cesiones más. Único axioma: no sustraigo la última sustracción. ¿Che vuoi? Una pregunta y un punto… y seguido.


viernes, 27 de mayo de 2011

Lugares extranjeros

Cualquier lugar es para mí extranjero, extraño. Lo vivo siempre desde afuera, una exterioridad que por supuesto es imposible, acaso sólo una sensación (es más bien extimidad, como diría Miller, pero el efecto es de ostranenie). Se es extranjero donde quiera que se vaya. En mi caso, como en el de otros millones tiene que ver también con un asunto de familia no resuelto que de algún modo se traslada, a modo de síntoma. De lo poco que sé es que, por ejemplo, mi bisabuelo materno perdió la voz tras la segunda guerra, donde hacía trabajos forzados en Indonesia, en ese entonces bajo dominio japonés. Se hablaba poco y aún menos logré indagar yo, la eterna curiosa de la familia. Esa era la razón por la que mi oma hacía una cara de disgusto al ver un contingente de turistas japoneses y acaso la razón de que nunca se me ha antojado ir de viaje al oriente y no me afecta el problema del tsunami. Hay un nomadismo no sólo geográficamente, sino en otros aspectos. Recientemente descubrí un libro en la biblioteca de la Ibero escrito por una prima de mi abuela paterna, apellido Sodi, famoso por marcar a gente muy inteligente pero profundamente desdichada. La mujer que escribió el libro, María Elena Sodi se suicidó colgándose de una cuerda, en su habitación. El libro comienza con un prólogo de Porfirio Díaz, ni más ni menos, recordando el gran jurista que fue mi tatarabuelo -uno de sus hijos, por cierto, llegó a defender a León Toral, el supuesto asesino de Álvaro Obregón.

Este es un registro afectivo que apenas comienzo a desenmarañar.

Más allá de esto, sé que yo me vivo como exiliada en cualquer lugar, como alguien que puede ver desde afuera las cosas. Y sin embargo, no deja eso de ser sintomático, porque me sigo emocionando en el extranjero cuando escucho mariachis. Pero ese es otro asunto. Tiene que ver, creo, con esa sensación: verse desde afuera, a uno mismo, desde atraás, desde la espalda y de un nivel superior físicamente.

sábado, 5 de marzo de 2011

Trazo sobre la Imagen Sustractiva

A ver, que conste (algo de jurista debo de tener en mí, me gusta “que conste”, como si un escribano estuviese a mi lado, anotando lo que “consta en el acta”) que esto lo escribo sin mis múltiples citas, sin un libro al lado sino al aire, para intentar exponer lo que quiero explicar, sin un papel que me respalde, porque justamente quiero hablar de la apuesta y por lo tanto de un salto al vacío, como el que intento.
Intento trazar algunos esbozos sobre lo que concibo como la imagen sustractiva. Si, como bien dice Badiou, el presente es el tiempo más complejo para pensar, me interesa justamente cómo presentificar la idea de la imagen sustractiva. Por supuesto, con consideraciones de lo que es la imagen, qué se entiende por imagen. Me parece que ya desde Platón y su caverna la imagen es un problema fundamental, un pilar de referencia. La imagen, me aclaro a mí misma, no es lo visual, no es tampoco algo que tenga que ver con los sentidos, sino algo que se presenta y que es posible imaginarizar, es decir, completar. Ahí está el primer problema: la imagen siempre es un fragmento es algo incompleto que tendemos a totalizar a nominar y por lo tanto a desvanecer. Aquí se enclava la postura de Didi-Huberman, quien, en su ensayo emblemático de imágenes del holocausto, dice “imágenes pese a todo” y apuesta por una postura casi ética de lectura de las imágenes y dice que hay que imaginar el holocausto, (¿completarlo, en la acepción anterior?). Didi-Huberman, para decirlo en lenguaje badiouano, intenta forzar el nombramiento de la imagen en retrospectiva (de ahí sus famosas imágenes anacrónicas) y no acepta la innombrabilidad de lo que nos interpela, quiere resolver la dialéctica de forma positiva, lo que a nivel de análisis de pensamiento (el esquema gamma de la trayectoria de una verdad) implica un desastre, una destrucción (en tanto sustrae la última sustracción).
Aquí ya hice trampa, tuve que buscar una cita de Rancière de la que me acordé en este momento. Porque mi trazo de “atravesamiento” de lecturas sobre la imagen sigue un itinerario claro: Didi-Huberman, Rancière y luego Badiou. El primero me dejó de gustar hace ya años y decidí que en algún momento (en segundo semestre, específicamente) escribiría algo para derrocar sus nociones. El segundo me apasionaba hasta hace poco y me sigue resultando deslumbrante en muchos puntos, sin embargo su infidelidad al acontecimiento mismo que él plantea y su clasificar los regímenes de las artes de cierto modo no me han ido acabando de satisfacer. El tercero es, hace ya un tiempo, uno de mis pensadores “base”, implica una potencia que ningún otro tiene y, claro está, me representa un desafío porque no llego a comprender ni la mitad de lo que dice y, como dice Piglia, leer mal hace al buen escritor. Sigo con la imagen, tras este desvío improductivo. Rancière, a diferencia de Huberman, plantea algo en torno a las imágenes del holocausto que me interesa mucho más. Dice que, en mis palabras kantianas, la condición de posibilidad de este tipo de imágenes sería su propia condición de imposibilidad. En este sentido y, sí, de nuevo con trampa, escribe Rancière que la experiencia no es “‘unrepresentable’ in the sense that the language for conveying it does not exist. The language does exist and the syntax exists. Not as an exceptional language and syntax, but, on the contrary, as a mode of expression peculiar to the aesthetic regime in the arts in general. The problem is in fact rather the reverse. The language that conveys this experience is in no way specific to it” (Rancière The future 126). Así que el problema es la inespecificidad de lenguaje para nombrar la imagen. ¿En qué terreno estamos? Me parece que en el terreno de la sustracción indecidible de Badiou, donde habría que apostar por nominar un acontecimiento para que el procedimiento de la verdad siga su curso, aunque sea de manera hipotética. Pero eso es a lo que no se atreve Rancière: señala, especifica, pero no apuesta, no tira los dados, le sigue soplando a la suerte sin lanzarlos.
Ahora hago una mezcla que no sé si funcione, pero que intento. Y es que me parece que la imagen sustractiva, en mi concepción, va por el lado de lo real, de aquello que se sustrae a lo real. Por decirlo en lenguaje de Lacan, no todo puede ser absorbido por identificaciones imaginarias o simbólicas. El resto o residuo (inlcusive matemáticamente, diría Badiou) pone en marcha la operación significante. Pero lo Real, al tiempo que es motor, aparece sólo como sustracción, no puede atraparse ni simbólica ni imaginariamente porque es puro borde y no puede mostrar el vacío (aunque lo articula en un operador). La posibilidad de la imagen sustractiva estaría en exhibir la diferencia mínima, el “relámpago” del acontecimiento. ¿Cómo? En forma de imagen, claro está, pero un tipo particular de imagen. Me parece que cada sujeto o asunto, debe de buscar las imágenes que lo apele estructuralmente y políticamente, buscar ese espacio de negatividad imposible de conceptualizar pero que es material, el resto o borde del vacío, el sitio de la singularidad insustituible, el insostenible resplandor de lo Real.
Ahora bien, no sé si ya todo esto resulta confuso, porque cuando lo escribo es claro. ¿Cómo ejemplifico esto? Ese es otro problema. Por supuesto, los ejemplos que yo tengo a la mano son literarios, pero por hoy me quiero quedar a nivel de la teoría, que sin embargo creo que posibilita pensar una concepción alternativa de la imagen, al menos hoy, en presente.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Aira sobre Lacan

Lo mejor que he leído sobre Lacan lo escribió César Aira:
"Lacan hizo una reflexión muy sugerente sobre esta cuestión del enunciado y la enunciación. En realidad toda su obra se basa, si es que he entendido bien, en que la constitución del Sujeto se hace en la lengua y no hay sujeto “verdadero” anterior a lo simbólico, como no sea en el campo del mito. Luego, Lacan habla de la “coincidencia imposible” del Yo con la palabra “yo”. El sujeto del enunciado es una máscara, infinitamente variada, del sujeto de la enunciación. Ese infinito tiende de modo asintótico a la coincidencia de Yo y “yo”, sin llegar nunca a ella"