miércoles, 5 de agosto de 2009

Relato Piglia-Arlt-Yo

El Astrólogo, retenido dentro del tiempo del reloj, sentía deslizarse en su cerebro el otro tiempo. Entraba y salía de los relatos, se movía por la ciudad, buscaba orientarse en esa trama de esperas y de postergaciones de la que ya no podía salir. Prestidigitador, sacaba y guardaba mundos posibles en sus bolsillos. El astrólogo. Él.
- ¿Sabe cómo empezó? Le voy a contar. Siempre empieza así, el narrador está sentado, como yo, en un sillón de mimbre, se hamaca, está en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro cuadrado de existencia, prolongando su superficie sensible. Incoherente vida de fantasma.
- ¿Los fantasmas ríen? El escritor no existe, todo el mundo es escritor, todo el mundo sabe escribir. Algo que no sirve para nada.
- Hay cosas inexplicables. El hombre, el narrador, imagina una ciudad perdida en la memoria y la repite tal como la recuerda, Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar. A contarle voy. Esas historias y otras historias ya las he contado. No importa quién habla.
Él. El astrólogo. Recogió el cheque, y sin leerlo lo dobló en cuatro pliegos, guardándolo en su bolsillo. Todo había ocurrido en un minuto. Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior, Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrando como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo. Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Era una cascada de hombre movida por el automatismo de la costumbre. Hablaba en clave, con el tono alusivo y un poco idiota que usan los que creen en la magia y en la predestinación.
Lento, sin apuro, sube por el pasillo. No tiene más que cruzar el umbral. Pero en ese minuto algo incomprensible y absurdo lo detiene. ¿Es la locura que se apodera a veces de los espíritus más robustos y serenos? ¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo? ¿Y cómo podía caminar si su cuerpo pesaba setenta kilos? ¿O era un fantasma, un fantasma que recordaba sucesos de la tierra?
- Espere, espere. ¿Qué pasa? No siga. No arruine todo. ¿Quiere un consejo?
- No. ¿Usted qué sabe?
- Usted y yo somos ladrones y…
El tipo se sobresaltó y pareció que se arrugaba, mientras empezaba a buscar en los bolsillos. Algo. Algo. Sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no… hasta la margarita dice que no. Su sombra. La vio. La. Su.
“Es como si no fuera yo. Otro que es como yo, un hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo” -escribe el astrólogo- “Tiene relieve, se mueve, parece que existe, que sufre y, sin embargo no es nada más que una sombra” –escribe- “Le falta vida. El hombre sombra percibe el hecho, pero no siente su pesantez, porque le falta volumen para contener su peso. Es sombra. Es.”
Tim Finnegan, la misma noche en la que el Astrólogo adquirió la categoría de ladrón, descubrió la carta astrológica. En el Génesis se habla de una maldición de Dios que provocó la caída y transformó el lenguaje en el paisaje abrupto que es hoy. Borracho, Tim Finnegan se cayó al sótano por una escalera, que inmediatamente pasó de ladder a latter y de latter salió litter y del desorden la letter, el mensaje divino.
- Sólo es visible lo que es imposible. Todo catalejo es débil.
- Mire, no se trata de una lectura lineal, sino fragmentada, a libro abierto, que permite establecer una relación inesperada, mística, diría, entre la letra y el azar.
- Hay cosas inexplicables…
- Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física…
Finnegan se levantó. La coja a su lado. La coja es la ramera de las Escrituras. Él sacaba de las alcobas de la casa negra una mujer fragmentaria y completa, una mujer compuesta por los cien deseos siempre iguales. Ésta tenía las rodillas de una muchacha y los muslos que recordaba haber visto en una postal pornográfica y la sonrisa triste y desvanecida de una colegiala que hacía mucho había encontrado en el tranvía y los ojos verdosos de una modistilla con la pálida boca rodeada de granos, que los domingos salía, al atardecer, con una amiga, para bailar en esos centros recreativos, donde los tenderos empujan con sus braguetas sublevadas a las mocillas que gustan de los hombres. Esta mujer arbitraria, amasada con la carnadura de todas las mujeres que no había podido poseer. La coja. Una coja. Esta coja que yacía a su costado. Ésta.
-Éste es un sitio libre de recuerdos- dijo ella-. Todos fingen y son otros. Sé que me abandonaron aquí, sorda y ciega, coja y medio inmortal… a veces me imagino que va a volver y a veces me imagino que voy a poderlo sacar de mí, dejar de ser esta memoria ajena, interminable. Estoy llena de historias, no puedo parar. Tim Finnegan perdido, no veía claro. Las ideas se le escapaban como sombras, sus pensamientos, desleídos por el sobresalto permanente, hacían estéril toda concentración. El tiempo que se escapa. Eso. Eso. Eso. Y todos que se dejan estar caídos como bolsas. Nadie que quiera volar.
- Hay una especie de quijotismo negativo en todo esto: la lectura tiene siempre un efecto perturbador y delictivo. ¿Se da cuenta? El soplo divino, la palabra que emana del oráculo ha pervertido lo real. Y el robar. La palabra robada. ¿Se da cuenta? Somos ladrones…
- No es lo real lo que irrumpe, sino la ausencia, un texto que no se tiene, cuya busca lleva, como en un sueño, al encuentro de otra realidad.
- La ausencia es una realidad material. Un rostro enclavado. Un texto enmarcado y un narrador ausente, que se desploma en su silla de mimbre para contar. Una y otra vez. Contar. Uno, dos, tres, cuatro, diez, cien. Contar. Una historia ausente, una realidad material.
- Sí. Réplica y representación. Uno.
Tim Finnegan se detuvo asombrado frente al nuevo edificio en el que se encontraba el departamento del prestidigitador. ¿Qué penuria mental almacena para olvidarse del mundo? Asqueado, avanza por el corredor del edificio, un túnel abovedado, a cuyos costados se abren rectángulos enrejados de ascensores y puertas que vomitan hedores de aguas servidas y polvos de arroz. En el umbral de un departamento, una prostituya negruzca, con los brazos desnudos y una bata a rayas rojas y blancas. Diez y cien. El departamento del Astrólogo.
Varias veces le hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia. La ciudad modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor. El Astrólogo cree que la ciudad real depende de su réplica. El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda.
“La locura como ruptura de lo posible. Estar loco es cruzar el límite, es escapar del infierno de la vida cotidiana. O mejor, habría que decir, la locura es la ilusión de salir de la miseria. La lotería, el invento, la astrología: cambiar las relaciones de causalidad, manejar el azar, escapar de las determinaciones. La coja me lo dijo esa mañana. Mi cuerpo es mi verdad. ¿Cuál es la tuya? No le quise responder. Quería que supiera que su piel como mis inventos es ausencia, una mera proyección del cinematógrafo mayor”.
El visitante, Finnegan, Tim: la historia de un hombre que no tiene palabras para nombrar el horror. En eso estriba lo grande de la teoría del Astrólogo: los hombres se sacuden sólo con mentiras. Él le da a lo falso la constancia de lo cierto. A Finnegan, le asombraba la fidelidad de la reconstrucción. Parecía un sueño. Pero los sueños son relatos falsos. Y ésta es una historia verdadera. Todo era como debía de ser. Lo real estaba definido por lo posible (y no por el ser). La oposición verdad-mentira debía ser sustituida por la oposición posible-imposible. Binarismo a fin de cuentas. Metafísica.
-Vea, yo creo que eso sólo ocurre en las novelas. En la realidad yo he hecho acciones malas y buenas y, ni en un caso ni en el otro, he sentido ni la mayor alegría ni el menor remordimiento.
- En el curso de esta historia he olvidado decir que…
El astrólogo. Él. [En este punto el manuscrito es ilegible]…
Si mañana tiro una bomba o asesino a la coja, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos, cárceles, teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo. Primero, construí una máquina de traducir. El sistema era bastante sencillo, parecía un fonógrafo metido en una caja de vidrio, lleno de cables y de magnetos. Una tarde le incorporé William Wilson de Poe para que lo tradujera. A las tres horas empezaron a salir las cintas de teletipo con la versión final. El relato se expandió y modificó hasta ser irreconocible. Se llamaba Stephen Stevensen. Fue la historia inicial. Más allá de sus imperfecciones sintetizaba lo que vendría. Quería una máquina de traducir y tengo una máquina transformadora de historias. Una máquina de relatos. Es indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa. O el mundo fue inventado antiguo.
- Sabe- Timmy-, éste es el mapa del infierno. En la tierra, como un mapa, lo que yo le cuento, que le doy la certidumbre, era un mapa, quiero decir, tumbas desconocidas, con una parte escarchada como una losa y después tierra o pasto.
- ¡Ah, la realidad, la realidad!
Finnegan imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades a dos metros y se representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque. Lo aturdía la pena como un gran día de sol en el trópico. Se le caían los párpados. Hubiera querido dormir. El sentido de las palabras se hundía en su entendimiento con la lentitud de una piedra en un agua demasiado espesa. Cuando la palabra tocaba en el fondo de su conciencia, fuerzas oscuras retorcían su angustia. Y durante un instante, en el fondo de su pecho, quedaban flotando y estremecidas como en el fangal de un charco, sus hierbajos de sufrimiento.
Fue un minuto. Hundió el cañón de la pistola en el blando cuévano de la oreja, al tiempo que apretaba el gatillo. El estampido lo hizo desfallecer. Permaneció inmóvil. Cuando el silencio externo reveló que el crimen no había sido descubierto, salió del departamento. El carácter inestable del lenguaje define. Nunca se sabe con qué palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. Sólo el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí mismo.

Sade, un delirio de la razón

Con una razón todavía virgen
-Lichtenberg


- Sade encadenado
Las sociedades son máquinas que codifican flujos. El individuo es el punto de encuentro, de recepción, emisión y tránsito de los flujos. La sociedad inviste y codifica el flujo que llega al individuo. ¿Cómo entra un individuo, digamos, Sade, dentro de un siglo XVIII, iluminista, y en busca de la Razón?
Parto de la tesis de Horkheimer y Adorno, para quienes el iluminismo, en un sentido amplio del término, persiguió el objetivo de quitar el miedo a los hombres y convertirlos en amos (15). El “miedo” que según los ilustrados controlaba al pueblo era parte de supersticiones y teología inútil y mal entendida, entre otras cosas: “¿esos pedazos de la verdadera cruz de Jesucristo, que si se juntaran, bastarían para construir un buque de cien cañones; tantas reliquias que indudablemente son falsas, tantos falsos milagros, constituyen acaso monumentos de una devoción ilustrada?” (Voltaire 557) Frente a prácticas que imposibilitan el movimiento de la sociedad hacia una “ilustración”, nace el ambicioso proyecto enciclopédico que pretendía totalizar y acaparar el conocimiento disponible. 21 volúmenes (y otros tantos de láminas e índices) más adelante se revelará el fracaso rotundo del proyecto. El “descalabro” de la aspiración enciclopedista fue retomada por los grandes autores del siglo XVIII: Voltaire, Diderot, Rousseau, Crusoe, Sterne, Swift y Sade. Estos pensadores, algunos de ellos incluso enciclopedistas, ensayan en su literatura el proyecto de la Razón sólo para demostrar su fracaso. Por supuesto, cada uno lo hace a su manera: desde la mirada del Otro, la mirada crítica, la fractura del yo, la re-producción de sociedad, tomar al pie de la letra la novela, irónicamente o razonando hasta el delirio.