Mostrando entradas con la etiqueta reseña pesos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta reseña pesos. Mostrar todas las entradas

lunes, 6 de junio de 2011

La vida triestina de David Miklos, reseña

En vista de que esta reseña tardará mucho en ser publicada, la adjunto acá para mis pocos lectores.

Dar en el blanco: La vida triestina de David Miklos

En el Canto IV de la Iliada, el mejor arquero troyano, Pándaro, dispara una flecha directamente hacia el hombro descubierto de Menelao para asesinarlo, lo que podría haber evitado una larga guerra. Pero, como es frecuente en la Iliada, una intervención divina, Atenea en este caso, desvía la flecha. Este desvío de lo que debería de haber sucedido constituye en sí un acontecimiento. Ciertamente, la trayectoria de la flecha sufre un esguince, pero ese mismo corte implica tomar en cuenta no lo que es, sino lo que no ha sido. Para decirlo en la fórmula de Clément Rosset, lo real no advenido es fantasmático y manifiesta la inconsistencia misma de ese otro real (el fallo del tiro), que se pone en duda. Es por ello que la flecha de Pándaro acaba por dar en el blanco gracias a su desacierto: insiste sobre lo que no es, evoca la eventualidad de lo que no ha tenido lugar y logra llamar la atención sobre lo que efectivamente sucedió, forzando así la mirada en dirección de un cuestionamiento de, valga la redundancia, la realidad de lo real y la verdad de lo verdadero. Lo que no da en el blanco, lo que pudo haber sucedido tiene efectuaciones en la realidad. Esta desviación que muestra lo real en lo que no ocurre es justamente lo que se opera en el nuevo libro de relatos de David Miklos, La vida triestina.
Un mujer enferma de no-memoria, o acaso de esa lucidez extrema de padecer el pasado, anclada a la última pregunta, “¿es ése es el barco que nos llevará a América?”; los gestos evasivos de las mujeres en el transporte público de la ciudad lluviosa; la vida cotidiana de un observador de gestos que clasifica y narra los cruces e intersecciones y nunca los caminos; una piedra romana en medio de un parque de Budapest que reza un enigma, “FVIT”; la búsqueda de esa piedra angular de la memoria en el blanco palacio de Miramar, Trieste. Ahí, en el puerto al que siempre parece estar volviendo la narrativa de David Miklos, un diario se desarma y se escribe. La serie de relatos que componen el libro se anudan mediante vasos comunicantes, motivos que se repiten y difieren o que reaparecen conforme los vacíos de la narración regresan al presente desde el que se enuncia. Lo que encadena las andanzas viajeras y unifica las miradas es el narrador, entidad fragmentada que busca ocupar su lugar no sólo en las distintas ciudades, sino en su desordenada memoria narrada.
“¿Quién fue, quién habrá sido, quién no era más?” Lo que se deshace con el tiempo se reconstruye como un recuerdo arruinado que perpetuamente se desvanece. La pregunta abre una posibilidad: “¿por qué decidirse por la permanencia, por lo abrazable, y no por aquello que, inasible huye?” Lo que sorprende en La vida triestina no es la historia, lo que se narra, sino precisamente, la manera en que Miklos potencia el uso del espectro de la virtualidad, que cimienta relatos intensos y acertados y, acaso, tocan las cuerdas más agudas del lector. Con una prosa puntual, concisa y breve que busca le mot juste -la palabra justa- desde su musicalidad, ritmo y cadencia, los relatos depuran el lenguaje hasta sus consecuencias últimas. El autor pone en marcha el redoblamiento del significante: “Así las cosas, había que olvidarse del gato, sepultar al hombre del automóvil, dejarlos desaparecer o encontrar su sitio en la memoria, volverse recuerdos, introducirlos en una bolsa negra, luego en una caja, llevarlos al incinerador, no reclamar las cenias, tampoco entregarle la urna, aún tibia, a transeúnte alguno, salir a la superficie, no perderse en la boca del subterráneo ni sumarse a la multitud”. El redoblamiento de la falta. La doble ausencia provoca una presencia material, narrable. El comienzo, que es también recomienzo, despliega motivos ya presentes en la anterior trilogía de novelas entrañables (La piel muerta, La gente extraña y La hermana falsa, publicadas en Tusquets). La vida triestina viene a desplazar la mirada sobre episodios antes esbozados en las novelas o a abrir más dudas sobre ellos, llevando al límite lo que ya se perfilaba en la obra anterior del autor, alcanzando una línea de lenguaje aún más frágil, fina y trabajada.
Para el lector que se aventura en la narrativa de Miklos La vida triestina puede ser un gran comienzo. Y, para quienes ya han seguido la lectura de otras de sus obras, la serie de relatos resulta en un libro fundamental en el que parecen abrirse nuevas interrogantes sobre anécdotas ya conocidas o en donde largas citas o epígrafes descolocados (es el caso de los relatos antes publicados “22” y “Las vacas flacas”) se insertan al fin en un contexto más amplio y las cuerdas del violín finalmente se apropian de otro nombre concreto, repito, redoblando la significación de los elementos.
Los viajes son también viajes en la memoria. Y siempre frente al mar, el punto donde lo ajeno se vuelve propio y lo propio ajeno, se intercambian cuadernos, historias posibles. Ya sea en Londres, Budapest, Miramar o Rosa de los Vientos, lo que sobresale son las impresiones fugaces que el autor captura mediante la palabra, mientras el tiempo se detiene. Sólo entones, escritas, las palabras de la memoria tienen vasos comunicantes, diría André Bretón. Agregaría que la escritura captura la singularidad de la realidad, esa que fue, que habrá sido y que no es más. La vida triestina lanza una flecha que da en el blanco precisamente porque narra vacíos y silencios, historias que nunca fueron, miradas de quienes nunca voltean que, sin embargo, afectan la realidad y dejan huellas en la memoria que se reescribe cada vez que se narra o se deja de narrar. En suma, y para decirlo en palabras de reseñista de oficio, un libro recomendable que el lector sin lugar a dudas disfrutará. Así las cosas.

Miklos, David. La vida triestina. México: Libros Magenta, 2010.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Reseña Blanco Nocturno, Piglia

El brillo fugaz: Blanco nocturno de Ricardo Piglia

“Basta un brillo fugaz en la noche y un hombre se quiebra como si estuviera hecho de vidrio” (291). La fragilidad es también la de la narración, el vidrio que posibilita ver a través de y, que cuando se quiebra, corta. El brillo fugaz es la lámpara tenue de la experiencia de Louis-Ferdinand Céline que se cita en el epígrafe de Blanco nocturno, la nueva novela de Ricardo Piglia. La tan esperada novela del escritor argentino se agrega a la ya consagrada lista de obras del autor que se han vuelto lectura fundamental para quien gusta de leer un texto desafiante y reflexivo sobre el mismo arte de la escritura y mientras tanto, entretenerse.
Las metáforas a lo largo del libro son constantes y versan sobre un mismo centro: la luz en contraste con la obscuridad. El blanco de la noche, las apariciones luminosas, la visibilidad extrema de una narración que se re-vela como un juego de relaciones que sólo tienen significación al agregarse a otros elementos que van reconstituyendo esa luz, innombrable e inenarrable. La luz en medio de la noche se confunde en la memoria, un film en blanco y negro. El recuerdo parte de la descripción de Tony Durán, un puertorriqueño (“un yanqui que no parecía yanqui pero era un yanqui”) que conoce a las gemelas Belladona en Las Vegas y regresa con ellas al pueblo, uno entre tantos, al sur de la provincia de Buenos Aires, donde la pampa determina las relaciones endogámicas entre los personajes. El inicio, como en todo policial, es el asesinato de Durán, el extranjero que se inmiscuye en el pueblo y es objeto de todas las especulaciones imaginables. A partir de diferentes recuerdos, narraciones, versiones e historias marginales derivadas se intenta buscar, al mismo tiempo que se escribe, al culpable del asesinato. Los puntos de vista, al modo de Nadie nada nunca de Saer, cambian en cada escena y agregan elementos a la historia principal, si es que hay una. El pueblo y sus versiones, filiación faulkneriana, narran el acontecimiento. Lo central, lo que no cambia es que hubo un crimen. Aunque el culpable es en realidad lo que menos importa en la novela, da pie a una serie de juegos y grietas que no acaban de cuajar. Croce, el viejo y agudo comisario, es un tanto disperso y excéntrico (como todo detective) y señala que el culpable del asesinato no es el que se procesó, en contra de las apreciaciones del pueblo. La figura de Croce, a medio camino entre el Quijote y Holmes, aparece capaz de descubrir el secreto de lo que nadie ha visto. Como bien dice el comisario, “la certidumbre no es un conocimiento […] es la condición del conocimiento” (87). Y esta condición, la luz y la extrema visibilidad, en última instancia es la operación de Blanco nocturno. El secreto está a la luz como la “carta robada” sobre el escritorio del ministro y por eso no lo vemos, “descubrir es ver de otro modo lo que nadie ha percibido. Ése es el asunto” (143). La visibilidad extrema, ciertamente la operación fundamental de Piglia.
A modo de ruptura dentro de la novela misma aparecen fragmentos en cursivas que son en ocasiones frases extrañas literalmente injertadas en la cabeza de el comisario Croce, la sensación de palabras dictadas, la grieta. Frases que llegan como recuerdos. Por otro lado, una serie de notas a pie de página acompañan la novela, lo que cuestiona la forma genérica misma y aportan una especie de efecto de realidad en tanto inscriben un campo de verosimilitud y, al mismo tiempo, de irrealidad. Las notas suelen añadir información a lo dicho de paso en el texto, polemizar con ciertas opiniones que se sostienen, añadir voces marginadas, dotar de datos y cifras estadísticas lo que parece falso. Como buen historiador, Piglia juega con la ficción para trastocar el concepto de Historia y los metarrelatos que se suelen construir, por ejemplo, con la gauchesca o con la civilización y barbarie de Sarmiento, ejes que construyen el concepto de la nación argentina pero que no son más que elementos de una ficción posible.
A lo largo de la novela recurren viejos conocidos para los lectores de la obra de Ricardo Piglia como Junior, el director del periódico, o el protagonista Emilio Renzi, quien ahora en Blanco nocturno es el que hila los nudos de la trama del asesinato en el pueblo, en su papel de reportero periodístico. Todos los personajes funcionan como puntos de ilusión que soportan la ficción que construyen a su alrededor y cada uno defiende su propia visión particular, aunque al vecino le parezca lo más absurdo. Sofía y Ada Belladona, pelirrojas seductoras, defienden su estatuto familiar en el pueblo y la historia de sus antepasados. Luca Belladona lucha hasta el final en un juicio absurdo por mantener su fábrica de inventos y máquinas. Croce se empecina en convencer a su enemigo, Cueto, acerca de su versión del asesinato de Durán. Rosa, la archivista, conserva todos los documentos del pueblo, preservándolos para el futuro en la vieja casa donde el coronel Belladona construyó una estación ferroviaria. Emilio Renzi intenta ayudar a Croce a resolver el asesinato y recopila historias del pueblo conforme va investigando las vetas “secretas” de las intrigas de la pampa. Así, cada uno de ellos está anclado a su propia ilusión, una realidad singular que se mantiene como proyección imaginaria que es “lo posible, lo que todavía no es, y en esa proyección al futuro estaba, al mismo tiempo, lo que existe y lo que no existe. Esos dos polos se intercambian continuamente. Y lo imaginario es ese intercambio” (232).
Si bien Blanco nocturno es una novela esperada, con el estilo clásico de Piglia, no hay innovación alguna, sino un autor que ya se ha plegado a las formas de su obra anterior y a su consagración de gran parte de la crítica. Así, Blanco nocturno no resulta un texto tan rico como lo fueron en su momento Respiracion Artificial o Ciudad Ausente, sino la repetición de una fórmula, ciertamente virtuosa, del autor y su imagen conocida. Con todo esto, la nueva novela de Piglia es una lectura fundamental, rica en metáforas y juegos estilísticos, que plantea una idea central: ¿cómo puede la luz de la experiencia (al modo de los empiristas) iluminar el conocimiento? Juego por demás complejo que quiebra los vidrios del saber preestablecido.

Piglia, Ricardo. Blanco nocturno. Barcelona: Anagrama, 2010.