domingo, 26 de junio de 2011

Fin de análisis


 Hace algunos meses leí un testimonio de “un pase” psicoanalítico de una mujer, escritora, que sale de análisis y vuelve tras un tiempo, por las circunstancias de la vida. El libro se llama Un final feliz, pero en realidad es tristísimo: ella muere de cáncer y deja esas páginas como testigo de su agonía final, pero también de su verdadera tranquilidad, en medio de todo aquello. Hay muchas historias de fin de análisis y el mismo Lacan nunca se decidió realmente en torno a cuál es el momento preciso: ¿atravesar el fantasma?; en una fórmula más freudiana, ¿llegar al núcleo traumático, que en realidad está vacío?; ¿escribir la barra en el gran Otro?; ¿cambiar de punto de acolchado a un significante menos “tonto” que pueda articular la estructura de otra manera?... Modos los hay, aunque ambas manos pueden bastar para contarlos. Lo cierto es que un análisis difícilmente llega a su fin necesario y generalmente se acaba de manera contingente.

Así, gracias a las contingencias de la vida, mi análisis está por acabar. Aunque no cese de no escribirse, intentaré acercarme a aquello que ha sido decisivo, sin llegar a ningún “núcleo” y más bien bordeando los agujeros que siempre se jugaron y seguramente se seguirán jugando.

Al parecer un poco más temprano. Porque el cielo clarea y el ánimo decae. Me lo han dicho. Me lo han dicho tantas veces que comienzo a no creerlo. Embusteros. Y sí, parada fuera de su puerta, esperando su singular taconeo: decidido. El sonido de las llaves, la puerta que roza ligeramente al abrirse. Su repliegue para que pase, su apenas perceptible flexión de rodillas justo cuando camino frente a ella, mientras detiene la puerta. Siempre detiene la puerta. Y cuando hay viento y yo sostengo la otra, siempre me espera un gracias. Mi subir primero las escaleras, siempre preguntándome ¿qué verá detrás? De nuevo, sus pasos decididos. Mi espera frente a la puerta, unos instantes, luego lo que concede: adelante. No me atrevo a pasar sin antes obtener ese permiso, aduana necesaria del cruce de umbrales. Una especie de advertencia como la que Dante lee al ser conducido por Virgilio al infierno: quien entre aquí, pierda toda esperanza. Algo así, con un acento más marcado. Cuelga las llaves. El difícil tránsito intermedio acaba, pero apenas comienza el siguiente. Cerrar la puerta, muchas veces enciende la luz y cierra o abre la cortina, siempre a mi espalda. Justo ahí, el objeto, el llamado “dispositivo” que de disposición no tiene nada: el diván. Su silla de alambres con algún cojín. Siempre la caja de pañuelos en el suelo, que suelo mover, valga el equívoco, un poco más atrás. Y el reloj recargado en el diván, como si las manecillas mecieran el tiempo que se pasa sobre él: lento, espeso. El tiempo espeso, el tiempo es peso. El movimiento incesante de las tiras de plástico que parecen corretearse y se dan una tregua cuando entran en contacto con el metal del diván, midiendo las respiraciones y los suspiros de quien ahí se atreve a acostarse, rindiéndose, o, en menor medida, de quien ahí se sienta, cobardemente, sin rendirse jamás. Valga la mención, yo me he acostado dos veces y nunca más lo logré: es uno de mis sueños y pensamientos recurrentes, ¿cómo sería acostarse en el diván, en ese diván? No lo sé, pero sé que implicaría, al menos, rendirme a las reglas del juego, perder el poco control que me queda sobre ese espacio, que me ha sido hurtado por las manecillas y por ella. Claro, la deuda es impagable: no hay modo de que quede saldada, soldada esta historia.

Así comienza siempre, aunque no siempre ha comenzado así. Otros momentos hubo. Días en los que el silencio era el común denominador. No es que ahora lo sea menos, pero se ha vuelvo en una instancia distinta. Antes era la guerra, una guerra campal: ella en silencio absoluto, yo en silencio absoluto. Los ruidos del exterior, miradas, suposiciones, poco más. No sé en qué momento cambió, comenzó. Pero así los momentos que hubo no son más, aunque vuelven como reflujo del mar intoxicado, siempre con la noche del fantasma. No el figurado.

Tanto podría decir ahora, toda la marejada de recuerdos, materializados, que vienen a mis dedos que teclean podrían escribirse, teóricamente. Me quedo con algunos, intentando aislar los otros.

Ella lee. Yo no quiero que lea. Mis planes siempre se ven cortados, coartados. Como si alguna vez fuera de verdad a llevar al acto algo de lo que planeo en ese espacio: nunca ha podido ser. Poco a poco, mientras escucho la textura de su voz, me voy perdiendo en remolinos de imágenes. Si pudieran ser descritas, el lenguaje se agotaría en verdad. Lo cierto es que dejo de escuchar lo que ella lee, con su peculiar entonación: a veces suave, a veces melodiosa, pero siempre decidida y en contrapunto. Las figuras del tapete comienzan a surgir. Hay una recurrente: el rostro de Eduardo Lalo, escritor puertorriqueño que admiro y a quien conocí en Córdoba, Argentina. Sin razón, su rostro está plasmado ahí, con sus lentes totalmente circulares, él de perfil y sin cabello. Las resquebrajaduras de la pared son otros de los recovecos que me gusta llenar y repasar mentalmente. Dar vueltas siempre: nunca completar las figuras, siempre derivar (derribar) en algo distinto y distante. Y ella lo sabe, no por nada es el SSS, así llamado… cualquier similitud con la SS del nacionalsocialismo es mera coincidencia. Porque lo que no cesa de no escribirse es lo más supuesto del sujeto que en realidad no tiene nada de sabido.

Otra escena. Creo que hablo aunque no sé si las palabras salen de mis labios, si mi lengua está friccionando contra el paladar para producir sonido, fonemas que saldrían de mis cuerdas. Yo hablaría. En pospretérito. Sobre un asunto cotidiano, por ejemplo, lo insoportables que me resultarían mis compañeros de clase en una clase insoportable con un maestro insoportable. Sin puntuación: el aliento lo dan otros signos. Y ella respondería con alguna pregunta, enigmática o simplísima, pero en todo caso inesperada y la mayoría de las veces incómoda o realmente idiota. Contestaría, no sin pensarlo dos veces: hay lugares en los que las palabras son las cosas y pueden saltar para cegarme. Eso es si es que la ceguera no fuera un asunto inmanente… ¿o la sodera? Acaso Borges presagiaba su ceguera en el aleph.

Hay días con lágrimas apenas vislumbradas, días en los que las imágenes saturan. Ella está ahí. Miro de reojo mientras me atraviesa con la mirada, traviesa a través. Poco más que decir en este asunto. Quizá sobra decir que a veces el abrazo final es un sostén, una posibilidad de mantener la coherencia de los fragmentos.
Una frase de mi cuaderno blanco de citas, un apartado con su nombre: “Es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, lo indica la propia palabra, a nuestras espaldas, como en inglés también, to back, alguien que acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos, y a veces, incluso, ese alguien nos pone una mano en el hombro con la que nos apacigua y también nos sujeta” (JM, Corazón tan blanco).

Nadie veía cómo el silencio asume la forma del silencio. En ese espacio, testigos las dos del silencio encarnado. Interrumpido por el canto de los pájaros, una cercana lavadora, las discusiones vecinas, pasos sobre la madera, el camión del gas, el claxon de algún desprevenido. Una violación al silencio perpetuo, repetida. Nada que decir. Nada que decir, de verdad. Hoy no hay nada que decir. Hoy no tengo nada que decir. De verdad que hoy no hay nada que decir. Nadie veía cómo el silencio asume la forma de la imposibilidad de guardar silencio.

El tiempo no transcurre. Se ha convertido en piedra tragándose los títulos de los libros, las plantas, la molesta colorida cajonera, el ganchito que sostiene apenas la puerta cerrada, el cuadro de Kandinsky. Verla de frente es casi imposible. Hay algo en ella, pero sé bien que eso es lo que produce la transferencia, y en realidad no hay nada. Como he llegado a vislumbrar: nada especial, nada trascendental. Un ser humano, en toda su dimensión. Si se tropezara de las escaleras, no sabría cómo sostenerla. Me temo que caería también.

A veces, ella habla. Me cuenta alguna anécdota, me recomienda lugares, me dirige en un contingente avatar citadino. Alguna vez me ha repetido el mismo relato con el punto de referencia, el protagonista de la narración, modificado. Retrasar. Re-trazar. La lógica de la contradicción. ¿Cómo puede haber una diferencia en la repetición? La hay, se re-traza al decirse. Detiene la cadena significante ahí. Ahí. Meras conjeturas: como si.

Dice ser el Sancho de un Quijote. La metáfora funciona días sí, días no. El Quijote le prometía a Sancho ser gobernador de las islas que conquistara. El escudero sabía que no hay islas que conquistar, pero el Quijote tendría que darse cuenta, dar se cuenta, que él mismo es una historia de ficción encontrada en un manuscrito de Cide Hamete Benengueli, mise en abyme.

Acabo de escribir estas líneas una hora después de empezarlas, casi media noche del domingo. No borraré nada porque no hay nada que borrar. El tiempo se encargará de acabarse por sí solo. Aquí la dejamos.

¿Casi seis años? Esta narración todavía no se acaba. Aún. Seminario 20. Aún. Unas sesiones más, unas con-cesiones más. Único axioma: no sustraigo la última sustracción. ¿Che vuoi? Una pregunta y un punto… y seguido.


domingo, 19 de junio de 2011

Luz


Hoy es el cumpleaños de mi mejor amiga, Luz. Ella no sabe que así la considero ni leerá estas líneas. Así que puedo revelar sin más su edad de hoy, sesenta. Nuestra historia ha sido aquella de encuentros y desencuentros. Desencuentros cuando tenía que haber un encuentro. Encuentros cuando el Atlántico nos separa y la virtualidad de las palabras nos da ocasión de encontrarnos. Un día, eso es seguro, publicaré un libro con nuestros intercambios: insomnes míos, madrugadores suyos, pero siempre con una agudeza especial (a veces de especial aquelarre). Con ella las palabras se me deslizan como mantequilla: se me suelta la mano, para decir el equivalente. Su nombre es significativo de su vocación. Ella es Luz, una luciérnaga que cintila a mi alrededor en las noches más tristes pero también en las más alegres. Con quien sueño tan seguido, pero a quien tan frecuentemente revelo lo que realmente pienso, aunque sea tras la máscara más perfecta: las palabras. La blancura de esta madrugada me permite desliar mis palabras, deslizarlas pensando en ella. Qué cosa extraña es la amistad...

domingo, 12 de junio de 2011

Noche


Fotografía de Joseph Sudek, "Night Walk".

La noche que reniega de sí misma, aún atada a la luz artificial. En la niebla, la visibilidad limitada. No puedo ver más allá. El "más allá" en realidad un gran vacío.

lunes, 6 de junio de 2011

La vida triestina de David Miklos, reseña

En vista de que esta reseña tardará mucho en ser publicada, la adjunto acá para mis pocos lectores.

Dar en el blanco: La vida triestina de David Miklos

En el Canto IV de la Iliada, el mejor arquero troyano, Pándaro, dispara una flecha directamente hacia el hombro descubierto de Menelao para asesinarlo, lo que podría haber evitado una larga guerra. Pero, como es frecuente en la Iliada, una intervención divina, Atenea en este caso, desvía la flecha. Este desvío de lo que debería de haber sucedido constituye en sí un acontecimiento. Ciertamente, la trayectoria de la flecha sufre un esguince, pero ese mismo corte implica tomar en cuenta no lo que es, sino lo que no ha sido. Para decirlo en la fórmula de Clément Rosset, lo real no advenido es fantasmático y manifiesta la inconsistencia misma de ese otro real (el fallo del tiro), que se pone en duda. Es por ello que la flecha de Pándaro acaba por dar en el blanco gracias a su desacierto: insiste sobre lo que no es, evoca la eventualidad de lo que no ha tenido lugar y logra llamar la atención sobre lo que efectivamente sucedió, forzando así la mirada en dirección de un cuestionamiento de, valga la redundancia, la realidad de lo real y la verdad de lo verdadero. Lo que no da en el blanco, lo que pudo haber sucedido tiene efectuaciones en la realidad. Esta desviación que muestra lo real en lo que no ocurre es justamente lo que se opera en el nuevo libro de relatos de David Miklos, La vida triestina.
Un mujer enferma de no-memoria, o acaso de esa lucidez extrema de padecer el pasado, anclada a la última pregunta, “¿es ése es el barco que nos llevará a América?”; los gestos evasivos de las mujeres en el transporte público de la ciudad lluviosa; la vida cotidiana de un observador de gestos que clasifica y narra los cruces e intersecciones y nunca los caminos; una piedra romana en medio de un parque de Budapest que reza un enigma, “FVIT”; la búsqueda de esa piedra angular de la memoria en el blanco palacio de Miramar, Trieste. Ahí, en el puerto al que siempre parece estar volviendo la narrativa de David Miklos, un diario se desarma y se escribe. La serie de relatos que componen el libro se anudan mediante vasos comunicantes, motivos que se repiten y difieren o que reaparecen conforme los vacíos de la narración regresan al presente desde el que se enuncia. Lo que encadena las andanzas viajeras y unifica las miradas es el narrador, entidad fragmentada que busca ocupar su lugar no sólo en las distintas ciudades, sino en su desordenada memoria narrada.
“¿Quién fue, quién habrá sido, quién no era más?” Lo que se deshace con el tiempo se reconstruye como un recuerdo arruinado que perpetuamente se desvanece. La pregunta abre una posibilidad: “¿por qué decidirse por la permanencia, por lo abrazable, y no por aquello que, inasible huye?” Lo que sorprende en La vida triestina no es la historia, lo que se narra, sino precisamente, la manera en que Miklos potencia el uso del espectro de la virtualidad, que cimienta relatos intensos y acertados y, acaso, tocan las cuerdas más agudas del lector. Con una prosa puntual, concisa y breve que busca le mot juste -la palabra justa- desde su musicalidad, ritmo y cadencia, los relatos depuran el lenguaje hasta sus consecuencias últimas. El autor pone en marcha el redoblamiento del significante: “Así las cosas, había que olvidarse del gato, sepultar al hombre del automóvil, dejarlos desaparecer o encontrar su sitio en la memoria, volverse recuerdos, introducirlos en una bolsa negra, luego en una caja, llevarlos al incinerador, no reclamar las cenias, tampoco entregarle la urna, aún tibia, a transeúnte alguno, salir a la superficie, no perderse en la boca del subterráneo ni sumarse a la multitud”. El redoblamiento de la falta. La doble ausencia provoca una presencia material, narrable. El comienzo, que es también recomienzo, despliega motivos ya presentes en la anterior trilogía de novelas entrañables (La piel muerta, La gente extraña y La hermana falsa, publicadas en Tusquets). La vida triestina viene a desplazar la mirada sobre episodios antes esbozados en las novelas o a abrir más dudas sobre ellos, llevando al límite lo que ya se perfilaba en la obra anterior del autor, alcanzando una línea de lenguaje aún más frágil, fina y trabajada.
Para el lector que se aventura en la narrativa de Miklos La vida triestina puede ser un gran comienzo. Y, para quienes ya han seguido la lectura de otras de sus obras, la serie de relatos resulta en un libro fundamental en el que parecen abrirse nuevas interrogantes sobre anécdotas ya conocidas o en donde largas citas o epígrafes descolocados (es el caso de los relatos antes publicados “22” y “Las vacas flacas”) se insertan al fin en un contexto más amplio y las cuerdas del violín finalmente se apropian de otro nombre concreto, repito, redoblando la significación de los elementos.
Los viajes son también viajes en la memoria. Y siempre frente al mar, el punto donde lo ajeno se vuelve propio y lo propio ajeno, se intercambian cuadernos, historias posibles. Ya sea en Londres, Budapest, Miramar o Rosa de los Vientos, lo que sobresale son las impresiones fugaces que el autor captura mediante la palabra, mientras el tiempo se detiene. Sólo entones, escritas, las palabras de la memoria tienen vasos comunicantes, diría André Bretón. Agregaría que la escritura captura la singularidad de la realidad, esa que fue, que habrá sido y que no es más. La vida triestina lanza una flecha que da en el blanco precisamente porque narra vacíos y silencios, historias que nunca fueron, miradas de quienes nunca voltean que, sin embargo, afectan la realidad y dejan huellas en la memoria que se reescribe cada vez que se narra o se deja de narrar. En suma, y para decirlo en palabras de reseñista de oficio, un libro recomendable que el lector sin lugar a dudas disfrutará. Así las cosas.

Miklos, David. La vida triestina. México: Libros Magenta, 2010.